LA CALLE DE LA ALEGRÍA

LA CALLE DE LA ALEGRÍA

Mi calle es soleada, tiene árboles en un lado de la acera que proporcionan una agradable sombra en los días de verano. Siempre ha sido peatonal y solo es transitada por los vecinos, por lo que, aunque está en el centro de la ciudad, los ruidos del tránsito no la perturban; reina la tranquilidad y, el silencio, únicamente, es roto por los trinos de los pájaros.

Durante el primer confinamiento a causa del covid-19 estipulado en el país, en mi calle, no se observó diferencia considerable, salvo los cánticos que salían de las casas. Eran canciones de esperanza pero que contenían una pena muy profunda. Se entonaban los estribillos con hilarantes y hasta salvajes voceríos, dejando aflorar los sentimientos que guardaban los corazones encarcelados. Las canciones se entonaban con una alegría, fingida, que confortaba a quien las escuchaba, culminando con fuertes ovaciones dirigidas al viento con el alarde y el deseo de que llegaran a quienes daban su incondicional apoyo a una población desorientada, ya fuera moral, físico o material; los trabajadores imprescindibles. 

Después de tres meses de obligada reclusión debido al despiadado coronavirus, las autoridades sanitarias dieron luz verde para que la población recuperara lo que llamaron “la nueva normalidad”. Para conseguirla, establecieron una nueva palabra “la desescalada”. Paulatinamente volvimos a ocupar las calles, siempre con estrictas medidas de seguridad; lavado de manos, distancia y mascarilla.

Cuando se “abrieron las calles”, un creciente flujo de transeúntes empezó a circular por delante de mi casa. El variopinto peatón marcaba las horas del día. Sabíamos, sin necesidad de consultar el reloj, que hora era cuando veíamos; gente haciendo footing, personas mayores paseando, padres e hijos correteando tras una pelota, subidos a una bicicleta o, simplemente, andando cogidos de la mano.

Poco a poco, empezamos a distinguir los rostros de nuestros vecinos, hasta entonces eran simples caras borrosas que habitaban a nuestro alrededor. Pudimos ser conscientes de sus rasgos. No tardamos mucho en empezar a cruzar saludos coloquiales que desembocaron en largas conversaciones que nos fue haciendo, más cercanos. Pudimos comprobar, con esa cotidianidad, que somos muy afines.

Corría el mes de junio, la primavera tocaba a su fin y el verano irrumpía flamante y esperanzador en nuestras vidas. Durante las últimas semanas habíamos tomado conciencia de la fragilidad del ser humano. Quizás, este fue el motivo por el que nuestro carácter se volvió más cordial, nos sentíamos más confraternizados con nuestros semejantes y teníamos ganas de compartir nuestra existencia. Unidos y esperanzados luchábamos contra el invasor invisible, y satisfechos comprobábamos, que “la desescalada” se estaba realizando de acuerdo a las expectativas. La llamada “curva” (otra nueva palabra que se añadió a nuestro vocabulario habitual), se iba doblegando y se disparaba hacia abajo. Eso era una buena señal.

En un afán de recuperar los días perdidos se proyectó una gran celebración. Todos participamos en la preparación; una auténtica Verbena de San Juan y por supuesto, el escenario seria mi calle; nuestra calle.

Hombres, mujeres, niños y niñas con un desenfrenado énfasis se animaron. Los vecinos aportaron diferentes ideas, se repartieron responsabilidades y juntos con entusiasmo se afanaron a colaborar en el montaje de la gran fiesta. Se colgaron en las fachadas de las viviendas, atravesando la calzada, grandes guirnaldas de colores y farolillos con luces destellantes. Se montó un equipo de música con potentes altavoces que resonaban de punta a punta de la arteria. Se colocaron mesas y sillas en la acera, dejando un ancho espacio en la calzada que haría las veces de pista de baile. En la esquina que da al levante, donde el sol aparece al amanecer, amontonamos en una enorme pila; trastos viejos, muebles rotos, enseres innecesarios…

Era preciso dejar a un lado nuestras inquietudes y aprovechamos, para protegernos, la tradición de la noche más corta del año, la noche en que todos nuestros deseos pueden hacerse realidad. Compartimos la comida, los dulces y la bebida. Nos hermanamos con canciones embriagados por los efluvios de la amistad. Rendimos homenaje a nuestros ancestros; prendimos fuego al enorme montón de cachivaches; todo aquello que no deseábamos que perdurara en nuestras vidas. Lanzamos papeles a la hoguera con deseos escritos y los más intrépidos se atrevieron a saltar por encima del fuego.

La luz rosácea de la aurora se alzaba por el este, recreé mi mirada en el horizonte, mis ojos trasnochados observaron con qué solemnidad y belleza nacía el nuevo día. Risas, canciones, baile, alegría, bullicio… la fiesta continuaba. 

El destello de la estrella matutina se filtró entre las ramas de los árboles. La gran hoguera seguía encendida; alimentada por los anhelantes deseos de la vecindad. Alguien añadió a la pira un ramillete de hierbas silvestres que, tras crepitar, avivaron el fuego. Las llamas se alzaron al cielo; se formó un hilo de humo, el olor dulzón de las plantas se mezcló en el ambiente purificando el aire de la calle; nuestra calle.

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