Cuando estando recién casados, mi esposo y yo llegamos al lugar donde habíamos decidido construir nuestra vivienda, hace alrededor de 39 años, no tenía idea de la importancia que tendrían en mi vida el paisaje que me rodeaba y los cambios que con el transcurrir del tiempo sucederían. Jamás pensé que mi historia de vida iba a estar tan intensamente ligada a ese lugar, era joven y apenas comenzaba a construir mis recuerdos.
Al llegar, mi esposo me dibujó con palabras lo que construiríamos allí, me invade una infinita emoción al recordar como lo que al principio era un terreno con mucho monte y árboles, ubicado a orillas de la carretera que parte al pueblo en dos, con el correr del tiempo, tras mucho esfuerzo y dedicación, se convirtió en una casa agradable y cómoda, un local comercial destinado a la venta de repuestos automotrices y un galpón donde se estableció nuestro taller mecánico. Al frente, había una cauchera y un comercio de víveres (hoy día, una ferretería), y la segunda calle, muy solitaria, que conduce al centro del pueblo, delimitada también por el estadio municipal.
Esa calle, fue primero una simple vía sin mucha importancia, cuyo único atractivo era la paz que ofrecía su soledad, años más tarde fue un punto importante de observación en dos momentos del día: la mañana, para despedir a nuestro hijo cuando iba por ella al liceo, ubicado al cruzar a tres cuadras de nuestra casa y las dos de la tarde, para verlo regresar.
Por esas cosas que suceden a las que a veces llamamos suerte, nos hicimos compañeros de camino, pues comencé a trabajar en esa misma institución educativa, entonces me tocó estar en el aula junto a mi hijo: él como estudiante y yo como profesora, estuvimos juntos durante dos años, en los cuales, nuestro transitar por esa calle nos otorgó la oportunidad de compartir un tiempo precioso de nuestras vidas. Al graduarse de bachiller, se fue a estudiar a la universidad y yo, buscando mejoras salariales y profesionales, comencé a trabajar en otro liceo un tanto alejado de mi hogar, por lo que nuestra rutina se distanció y cambió bastante.
La calle volvió a ser un espacio solitario frente a mi casa.
Pasó algún tiempo, nuestro hijo estaba a punto de graduarse y yo a punto de dejar mi trabajo, pues ya no era rentable viajar con el carro ni tomar el transporte público todos los días, la situación del país había empeorado, mi esposo ya no encontraba qué inventar para que nuestro auto se mantuviera operativo y mi sueldo, que en algún momento fue bueno, ya no ayudaba mucho y en vez de dar ganancias estaba dando pérdidas, total, que todo estaba por cambiar nuevamente.
Un día, me visitó la actual directora del liceo donde mi hijo había estudiado y yo había trabajado, quería que estuviese nuevamente con ellos. Al principio vacilé mucho, pues se trataba de entrar a aula y yo tenía aproximadamente seis años de desempeñarme en cargo administrativo, sin embargo, caminando por esa calle hacia el centro del pueblo acompañada por mi hijo, le manifesté la propuesta de la profesora, reflexionando sobre los pro y contras, concluimos que debía aceptar la oferta, las cosas en nuestro país ya estaban bastante mal económicamente, trabajaría muy cerca de la casa y mi sueldo sería un aporte al hogar que su papá iba a agradecer. En cuanto a él, debería también buscar trabajo, pues la tesis traería gastos importantes.
Nunca me imaginé que al desviarnos hacia el liceo para aceptar el cargo, nuestros caminos y esa calle se unirían una vez más, pues resulta que también requerían con urgencia un profesor de matemáticas y física, muy conveniente para él, pues la física es su profesión y aunque la educación no es precisamente su campo profesional, no habiéndose graduado aun, bien podría trabajar allí, adquirir experiencia y ayudarse con los gastos de su tesis de grado sin tener que alejarse mucho de su casa, obsequiándome el privilegio de ser su colega.
Hoy en día esa calle forma parte muy activa de nuestras vidas, esta vez, conoce de nuestras discusiones, sinsabores, aspiraciones, tristezas, temores y planes profesionales. El primer día de trabajo me sentí muy rara, ahora no iba acompañada de un adolescente, sino de un hombre joven lleno de sueños atrapados en un país sin futuro, cargado de todo el temor que otorga la inexperiencia y de todo el entusiasmo propio de la juventud.
De esa calle volvimos a conocer todas las grietas del asfalto, las casas y los vecinos, a pasar muy rápido la eterna alcantarilla desbordada y mal oliente, a apreciar los árboles, aves y flores silvestres. Al cruzar hacia el liceo, estan los dos buses marcopolo de la antigua línea ruta larga de transporte público, antes imponentes, hoy, abandonados y convertidos en chatarra. Al pasar, damos los buenos días a la señora de la bodeguita, que abre muy temprano para no vender mucho, pero que responde con una gran sonrisa, a los vecinos que van a sus trabajos, a la anciana que debe ejercitar todos los días con su andadera, a las madres que llevan a sus niños a la guardería. Todos y cada uno de ellos, sin mediar palabras, nos cuentan una historia distinta y única, que tiene un punto de encuentro con las nuestras «la calle», que también tiene su historia.
Un día, decretaron la cuarentena por el COVID19, debíamos quedarnos en casa, no obstante, no se ha cumplido estrictamente pues en defecto de servicios eficaces, una economía familiar deficiente y escasez de todo tipo, debemos arriesgarnos y salir para buscar donde comprar víveres, entregar tareas corregidas, buscar nuevas para corregir y recibir niños en nuestra casa para apoyarlos en sus asignaciones. La mayoría usamos el tapabocas, evitamos reuniones y saludos con contacto físico.
Aquí, tanto la pandemia como el mal gobierno nos cambiaron la vida inexorablemente; pero la calle, ineludiblemente, siempre nos espera mostrándonos un camino y la posibilidad de retomar nuestros pasos, sorprendiéndonos de vez en cuando con una nueva historia y un nuevo comienzo, aspiro que la nuestra siempre nos obsequie con un bello y encantador encuentro.
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