«Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», canta Sabina.

Volver… volver al lugar donde nadie te espera no es volver. Es ir.

Salió temprano.

Aplastó los adoquines de la calle con tanta fuerza en su andar que quedó exhausto. Descansó cerca de la iglesia, consciente ya de que el pasado no se había quedado esperándole y envuelto ya en el aroma ácido de desencuentro que flotaba a su paso.

Recobró su niñez en el callejón donde ahora agonizaba un chorro triste, del que se sucedían las gotas de agua rítmicas y pausadas, como latidos de un reloj. Abrió las manos y las unió para formar un cuenco y esperó, apretando bajo sus párpados sus infantiles carcajadas, sus carreras de pilla pilla y sus cantos monótonos de números para sentenciar luego que el que no se ha escondido tiempo ha tenido. Cuando sus manos recogieron el agua suficiente, se lavó la mirada.

Cerca del muelle compró un pan que no olía a pan, ni a mañanas, ni a música de «el panadero, el pan».

Se sentó cerca de la orilla del mar. Las piedras redondas y negras estaban todavía húmedas. Levantó la cabeza y buscó el sol. Hay días en los que el sol duerme la mañana y sale tarde a trabajar.

No había barcos varados. Ni pescadores vendiendo peeeescadofrescoacabantedellegar, fresquitoquenosvamooooos…

Hasta la marea. Las olas apenas se movían. Sus voces apenas susurraban.

Se tapó los oídos. Algunas veces los silencios duelen.

En frente, en la explanada donde mil veces trenzó su cuerpo al deseo al compás de mil orquestas parranderas, donde se deslizaban manos atrevidas y se robaban esbozos de besos, ahora empezaba el movimiento humano. El enorme centro comercial abriría sus puertas en un par de horas.

Algunas personas de uniformes azules parecían querer recolocar lo colocado, secaban la maresía de los bancos, recogían algún papel del suelo, y hablaban y hablaban y hablaban a gritos como si una distancia inmensa los separara.

Una distancia inmensa.

Una orquesta invisible entonaba «Volver… que veinte años no es nada…»

Cuando llevaba varias horas deambulando por aquella ciudad que fue la suya, un sentimiento de no pertenencia se alojó triste y definitivamente en su sonrisa. Desalojo. Dolor.

Se limpió la tristeza de los ojos y una ráfaga arrastró una maraña de años y la dejó flotando sobre el mar.

«Vino el futuro mientras yo no estaba», le dijo, sonriendo, a una gaviota que buscaba una orilla.

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