Paso a nivel ( Calle Antonio López, Barrio de Las Carolinas. MADRID)
Aquel día, ya lejano en mi recuerdo, el guardabarrera se quedó dormido ante el televisor.
El aparato era uno de los pocos que había en mi barrio en aquella época.
Los chavales del vecindario, egoístas y mezquinos, nos apresuramos a hacernos amigos de los hijos del empleado ferroviario (antes de la televisión siempre les habíamos menospreciado); era la mejor manera, tal vez la única, de ver la tele. Sobre todo, las películas. Prácticamente ninguno teníamos televisor en casa. Solamente Ricardito, el rico del barrio, y a ese sus padres le habían prohibido llevar amigos a su casa.
Así, empezó a convertirse en una costumbre ir a visitar a nuestros muy queridos amigos. Entrábamos en el patio, muy modositos, y éramos conducidos de inmediato hasta el sancta- sanctorum de la casa, donde el aparato, sobre una mesita, la típica de los años sesenta para colocar la tele, cubierta con un ostentoso tapete de ganchillo, como un dios pagano sediento de veneración, gobernaba sobre todo el resto del mobiliario, que desaparecía sumido en la más absoluta oscuridad.
Con el salón en penumbra, nos tumbábamos en una alfombra, de un color indefinido, que conoció tiempos mejores aunque la escasa luz y nuestra juventud nos hacía inmunes a ciertos detalles, y nos manteníamos callados. Como hipnotizados por la luz fría del televisor. Abducidos.
Al operario le bastaba con salir de su casa, una vivienda baja con patio delantero, junto a las vías, y entrar en una pequeña caseta donde movía una manivela; los engranajes se encargaban de colocar abajo las barreras, a un metro sobre la calzada.
La calle solía tener bastante tráfico; se trataba de la antigua carretera de Andalucía. La Nacional VI.
Desde su descanso muelle en el sillón, a nuestra espalda, perdido entre los muebles que nunca vimos, mientras dormitaba, se sobresaltó al oír el estridente pitido que se acercaba con rapidez. Sin tiempo para despabilarse, con la cara desencajada, voló hacia su puesto.
Un tipo le estaba buscando, desesperado, mientras un camión enorme, cargado de grandes bidones metálicos con aceite de oliva, permanecía parado sobre las vías.
—¡Que alguien saque ese camión de ahí, por Dios! —, gritó, encolerizado, el ferroviario.
—¡Qué más quisiera yo! —, le respondió el camionero, que era quién le requería—; ¡se ha averiado y es imposible moverlo!¡ Por Dios, haga algo para parar el tren!
El convoy no paró y llegó al cruce. El impacto fue tremendo; el camión quedó partido en dos sobre el asfalto.
El aceite inundó la calzada con una marea densa y oleosa. El olor del aceite se adueño del ambiente.
De todas partes surgieron, como convocadas por una llamada secreta, mujeres que, con tazas, cazos, botes o cacerolas, recogían ávidamente el preciado líquido.
Durante una buena temporada en todas las casas del barrio se disfrutó de un sabor maravilloso, desconocido hasta ahora en los guisos que con mayor o menor fortuna nuestras madres nos daban para comer.
No volvimos a ver la tele en la casa junto a la vía.
Los pequeños ferroviarios vieron desaparecer a bastantes de sus interesados amigos. Pero ellos tardaron también mucho tiempo en volver a ver la tele: su padre le puso un paño negro encima, con la jaula del canario, y no volvió a encenderla hasta pasado un año.
Permaneció en su puesto de la mañana a la noche. Tal vez en agradecimiento por no haber sido despedido.
Sin duda, un largo año.
OPINIONES Y COMENTARIOS