Hampton Road es la típica calle residencial inglesa de cierta antigüedad. Viviendas pareadas de estilo georgiano con dos o tres alturas se enfrentan a ambos lados de la calle con sus bay windows, sus dormers y sus repetitivos y trabajados detalles ornamentales. Abundan la piedra, los enlucidos color pastel y las ventanas en guillotina. Las casas se van haciendo más grandes a medida que sube la pendiente en dirección norte, los coches más caros y los jardines delanteros más amplios y cuidados. En las cotas inferiores, la mayoría de las casas, de apariencia más humilde sin llegar a serlo, han sido compartimentadas en pisos para estudiantes. Para alguien que creció en una ciudad del sur de Europa, las calles de las ciudades inglesas tienen un aire rural y uno acaba echando de menos los bloques de piso, las avenidas anchas y las tramas urbanas más densas.

Este tópico paisaje inglés dominaría la escena al salir de casa si no fuera por ciertos elementos discordantes que se agrupan precisamente alrededor de mi edificio y que dan al lugar un leve aspecto de polígono industrial o de calle periférica. Entre las pintorescas casas georgianas, unos números más al sur, junto a un antiguo templo de los Testigos de Jehová también convertido en pisos para estudiantes, una vía de tren asoma por debajo de la calle, encajada en una hondonada del terreno cubierta por arbustos y hierbajos; al otro lado de la vía hay un taller de coches retranqueado con respecto al resto de edificios, en cuya generosa acera aparcan los clientes, y justo frente a mi casa, se yergue una inmensa Texaco, que parece un dolmen futurista de luces y colores. La terrible gasolinera, con sus proporciones de parking público, sus fluorescentes blancos y su interior de supermercado, es uno de los grandes activos de mi calle. Abierta veinticuatro horas, me soluciona los desavíos cuando, reunidos los amigos en casa, se nos hace tarde y nos quedamos sin cervezas, o por las mañanas temprano cuando no hay leche para el café en la nevera.

La primera vez que vi la Texaco, antes incluso de haber alquilado la casa, la luz roja y la estrella de su logo despertaron recuerdos de mi tiempo en Honduras. No hay Texacos en la Europa continental, así que no es de extrañar que mi cabeza asociara el rojo tótem luminoso con mi estancia en Centroamérica.

En Comayagua, la Texaco era también un importante foco de la ciudad. Situada a las afueras, allí paraban los autobuses que hacían la ruta Tegus-San Pedro y allí íbamos los borrachos a comer pollo frito y a chuparnos las últimas caguamas cuando ya los bares y discotecas de la ciudad habían cerrado. Recuerdo las pailas y los todoterrenos agolpados en el parking , que parecían destartaladas naves espaciales con esas luces de neón brillando en su interior; la mezcla de músicas caribeñas a todo volumen juntándose en un extraño ritmo sincopado como en una feria de pueblo; las mujeres con sus ropas de colores chillones excesivamente ajustadas, y aquellas papas cortadas en grandes gajos y empanadas, la guarnición perfecta para los grasientos contramuslos de pollo con olor a aceite de motor que solían poner el punto final a la noche.

Bendita Texaco, a veces me pregunto si su imponente presencia y su nostálgico influjo no tuvieron algo que ver con mi decisión de quedarme con la casa, aunque los motivos conscientes fueran mucho más pragmáticos: un supermercado a diez minutos, un hermoso jardín, una zona tranquila no muy lejos del centro…

No podía imaginar a principios de año que aquella gasolinera, mi casa y la superficie de asfalto que las separa, se convertirían por meses en el único escenario de mi vida. Las primeras semanas de confinamiento salía a pasear por el barrio y el parque de Redland. Me gustaba asomarme por las calles en pendiente y ver las agujas y chimeneas de Bristol yaciendo a mis pies como una bestia dormida, o espiar por las ventanas de las casas cuando caía la noche y se encendían con una luz cálida y macilenta. Pero poco a poco, un humor apático y huraño me llevó a abandonar mis paseos diarios y empecé a pasar las horas mirando por mi ventana e imaginándome en otro lugar: mentalmente, pintaba las fachadas de ladrillo de las casas vecinas con los tonos ocres de la terracota y reemplazaba las azuladas pizarras de los tejados con el patrón ondulado de las tejas cerámicas.

Después del primer mes y sin haberlo decidido, incluso sustituí mi compra semanal en el Sainsbury´s de Whiteladies Road, una calle comercial a cinco minutos de casa, por fugaces visitas diarias a la tiendita Londis de la gasolinera, donde me aprovisionaba de las vituallas necesarias para pasar el día: un paquete de papas con sal y vinagre, un sandwich de jamón y queso cheddar o una lata de baked beans. Fue en una de esas visitas cuando noté por primera vez el pesado olor del pollo frito en mi nariz. Olisqueé alternativamente el paquete de embutidos y el cartón de leche que llevaba en las manos y miré extrañado a mi alrededor intentando encontrar, sin éxito, la fuente del olor. Pasaron semanas antes de que me acostumbrara a él y dejara de inspeccionar la gasolinera y sus alrededores en busca de una tienda de fish and chips que justificara aquél tufo a aceite quemado.

Por entonces, ya pasaba prácticamente todo el día encerrado en casa. Una mañana, contemplaba atónito la gasolinera a través de las gotas de lluvia agrupadas en mi ventana (que distorsionaban la imagen jugando con las luces rojas del cartel de la Texaco y le daban un aspecto onírico a la escena) cuando escuché, lejana pero clara, una voz que gritaba intentando sobreponerse al sonido tartamudeante de un viejo motor: “teeegus-tegus-tegus-teeeeegus”, anunciando así a la multitud congregada en la gasolinera el destino del rapidito procedente de San Pedro Sula a punto de hacer parada en la Texaco para recoger a los viajeros, que ya llevaban más de una hora esperando pacientemente bajo el fuerte sol de Honduras.

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