Cuatro fantasmas convertidos en una muchacha de veinte años y tres perros han elegido un parque público para hacer sus apariciones. Allí, entre la gente, la muchacha y los perros pasan. Solo pasan. Como si no pasaran.
Los cuatro van igual: despacio, callados, anónimos. Y ella siempre pasa fumando.
Atrás, con un cansancio infinito y sin sogas al cuello, los tres perros pobres. Y adelante ella, como en otra cosa.
Unos jeans gastados y con ostensibles agujeros en las rodillas que alguna vez pudieron estar de moda, una camisa descolorida y vieja, un rostro como el de cualquier jovencita de veinte años, pálido como la luna, unos ojos muy claros y muy tristes y el pelo arremolinado al viento completan un aspecto en general descuidado que no busca agradar y menos coquetear.
Tal vez porque los fantasmas no deban mirar a la gente a la cara, cada vez que se cruza con alguien la muchacha se vuelve a mirar a sus perros.
Hay una ley tácita: el tiempo y el espacio son dos categorías que no deben permanecer vacías. Hay que llenarlas: con objetos, con pensamientos, con actos. Será por eso que nos enamoramos, tenemos hijos, hacemos un viaje o renovamos los muebles de una habitación. O vamos a un parque.
Pero una muchacha que pasea perros, como si nada la esperase a su vuelta, alarga los paseos y extiende las horas. Deshoras.
El parque ya es un poco ella misma y ella un poco el parque también. El paisaje lo sabe, por eso no la mira, ni nunca la miró.
Todo esto sucede mientras el universo no se percata de nada.
Hasta que, como tantas otras cosas, un día la muchacha y los perros no se dejan ver más.
Y otro día cualquiera, una mujer le dice a un hombre que vuelve de su trabajo
– Me han dicho que la que paseaba perros en el parque murió. Hará tres días de eso.
– Pero ¿de qué murió?
– No sabemos. Algo en la sangre, dicen. Y también dicen que hace semanas que no se levantaba de la cama, que en el final pedía agua a gritos, como si algo la abrasara por dentro. Pobrecita.
Y al día siguiente llueve. Todo el día. Una lluvia tenue, silenciosa, persistente. Detrás de las ventanas, sobre el asfalto, sobre los techos de las casas, sobre los árboles del parque vacío, sobre el lomo de un perro que pasa apurado llueve.
Lo peor viene después, cuando para. Asoman en el parque pequeñas lagunas de un agua inmóvil y marrón que ni siquiera nos refleja. Cascotes, picos de botellas, bolsas de basura sobresalen o flotan en la superficie de esos enormes charcos. Una quietud húmeda, pesada, silenciosa, sucia envuelve todo y confirma que ha parado de llover. Es cuando un hombre le dice a una mujer
– Si pudiera llover eternamente. Para dejarnos así sería mejor que no lloviera. Nunca.
Y al día siguiente sale el sol.
Sigue habiendo un parque, como todos los parques, con gente y perros y muchachas de veinte años que se siguen enamorando. De vez en cuando aparecen caras nuevas: un viejo, que comenzó a sentarse en soledad en uno de los bancos de piedra con un librito en sus manos tan ajado como él, ahora lee poemas en voz alta a los que se acomodan a su lado a escucharlo.
– ¿Pueden creerlo?, hace poco descubrí la poesía, dice, y el que ahora habla es un joven al que le brillan los ojos, no un viejo.
Los bocinazos de los autos, el ladrido de los perros, el barullo de los niños, el viento que sopla entre las ramas, el murmullo de las conversaciones, el canto de los pájaros, la voz de un viejo que lee acaban por solidificar en una única realidad común. Nosotros somos apenas células que nacen y mueren, constantemente, células que conforman un organismo vivo, superior: el parque. Pero él ignora de qué está hecho. El parque vive, sin darse cuenta de que vive y sin entender, lo mismo que nosotros.
Aquí, en este parque, el próximo otoño caerá una hoja de un sauce.
Pasará lenta e imperceptiblemente de un verde intenso y húmedo a una ictericia resquebrajada y tiesa y luego de resistir algún tiempo un día cualquiera caerá y comenzará a pudrirse en la tierra. Antes de eso un niño descubrirá qué se siente al pisar hojas muertas. Continuará siendo lo que siempre fue: un amasijo de átomos reunidos alguna vez, quizás por azar, y ahora vueltos a separar, quién sabe el rumbo.
Habrá conocido fugazmente la lluvia, el viento y el sol. No sabrá que le dimos un nombre y que a su vez nos dio a todos el verde y el aire que respiramos. Se llevará con ella secretas historias de amor con insectos y gotas de rocío. No habrá conocido jamás el ojo humano.
Ha vuelto a llover y a salir el sol, a veces vienen lluvias muy delgadas y después amanece un cielo frío azul celeste que parece de cuento; la luna y los pastos siguen tan mudos como siempre y nosotros seguimos hablando porque no tenemos nada que decir.
Lo que no sabemos, lo que acaso no sepamos nunca, es si algún día dejaremos de existir los fantasmas.
A manera de epitafio.
A veces los arroyitos invierten su curso de agua y las manzanas caídas vuelven a sus ramas, como si se alterara el orden natural de todas las cosas. Solo que no hay un orden natural de todas las cosas.
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