Es difícil describirnos, somos una espuma social que nos saludamos por los balcones o en el patio compartido; no salimos, aplaudirnos se hizo un hábito, un lenguaje universal.

Suelo mirar por la ventana a la familia del frente, sentados. Comen y a veces se ríen, hacen ruido y me pregunto ¿Qué hacen tanto tiempo juntos? ¿Cómo hablan los unos con los otros?

Y me acuerdo de los míos, de qué hacía cuando todos dormían la siesta; del patio en donde jugábamos a patear lo que sea; al olor a carbón en las sábanas recién lavadas; en los viajes hasta allá y en las veces que perdí un vuelo, en lo que mis padres construyeron con lo poco que tuvieron; pienso rápido en una parte de la casa porque siempre tuve miedo que aparezca alguien y me espante, o simplemente, que aparezca.

Que extraña es la forma de recordar en este hiato, en esta pausa que me hace mirar el reloj despertador sin entender para qué sirve, porque en el fondo no hay fondo, somos cuerpos que tienden a caer. No creo que sea por la gravedad, seguramente tiene que ver con el cúmulo de años poco felices y lleno de deseos insatisfechos; creo que esta certeza me conmueve.

El tiempo está fuera de quicio, como algunos, como yo; porque sabemos que esta espuma social en la que nos convertimos crece, sube sin desperdicio de una manera desenfrenada y quien iba a decir que la falta de un abrazo (recuerdo que nunca fui de querer recibir alguno) logre que quede en evidencia lo peor de cada uno de nosotros, mostrar lo que está mal y así poder culpar –nos- de la miseria de este país y aceptar de una manera tácita que aunque el apocalipsis esté a la vuelta de la esquina vamos a seguir matándonos los unos a los otros.

Le cuestionamos a nuestros vecinos balconeros nuestra existencia, la conformidad que cada uno supo construir, con los que elegimos tener al lado y el amor que damos; en el aislamiento luchamos por una igualdad, por ponernos a todos en la misma línea como si aquello sería posible de lograr, la casa no es un lugar en el que siempre se quiera estar.

Esta enajenación ya nos plantó en un libro de historia, estamos a la par de la gripe española y de los tuberculosos, vivimos en la eterna guerra fría. Ayer mi vecina; la que se queja por todo y no aplaude a nadie, me dijo que para ella ya estábamos adentro del libro Guinness, que fue el único logro en todos esos años que lleva apelotonados; se sentía orgullosa, feliz; por lo menos alguien encontró un poco de felicidad en medio de tanta mierda.

El caso es que la miré, me excusé con algo que no tenía que hacer y me metí al baño; debo reconocer que dejé correr algunas lágrimas, por lo menos ellas pueden salir, que envidia; y me esforcé en recordar qué es lo que yo había logrado, de que me sentiría orgullosa ¿De los años en los que busqué trabajo y de la forma en que lloré cuando lo conseguí? Eso está lejos, ya lo perdí; como perdí otras tantas cosas. ¿De qué voy a llorar la próxima vez?

Me recibí a mi misma, ausente, pero con todas las permanencias de mis costumbres, soy una extraña sin muchas ganas de conocer.

Mi cita fallida.

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