Cien metros de Quiñones

Cien metros de Quiñones

Carmen F. Peña

14/12/2020

Aquella calle avanzaba por el siglo XX desde la Plaza de las Comendadoras hacia la calle ancha de San Bernardo. Su momento castizo, de oficios y misas se acababa, quizás hasta las reuniones anacrónicas de los Caballeros de la Orden de Santiago precedidas por los guardaespaldas del Rey . Queda un bar, un sound club de nombre memorable, regentado por quien aún puede dar fe de todo aquello, el bar donde nos emborrachamos hasta el amanecer el día de nuestra boda, pero está cerrado desde el primer confinamiento.

No puedo decir que crecí en aquella calle pero sí que en ella pasé una de las mejores épocas de mi vida y conservo aún amigos y recuerdos contundentes, desde ataques de fascistas de pacotilla hasta subidones de tripi y borracheras, pasando por días y días de trabajo y sobre todo horas y horas de conversación con el más variopinto vecindario. El recuerdo de aquel tiempo me parece muy lejano, como todo lo anterior a la pandemia.

En menos de cien metros se concentraba toda la actividad de la calle resultando el resto aciago, el lateral de un enorme edificio por el que no se entraba ni salía y una o dos manzanas sin nada abierto al público pero, en esos cien metros, la vida parecía un trabajo manual de primaria: Cajas de zapatos abiertas de lado que representan los edificios de un pueblo o los puestos de un mercado, con sus carteles pegados arriba y rotulados y algunas manualidades dentro, sus personajes figuritas de arcilla y miniaturas sobre mobiliario de cartulina, algo parecido a eso es mi recuerdo.

Al fondo del paisaje una cigüeña trata de hacer un nido sobre la chimenea de la antigua fábrica de la Mahou. Hacia la calle ancha, enfrente del portón de la iglesia está la imprenta, el pub del futbolín y la fábrica de cajas asomándose ya a la Calle del Acuerdo y al otro lado, otro bar y nuestra tienda, frente a la carpintería y al fondo de mis cien metros, la casa de comidas en la esquina, frente al almacén de materiales. Nada más hacia la calle ancha. Salvo con los Caballeros de la Orden, los paseantes y los rodajes, los demás compartíamos nuestras vidas para bien y para mal. Tras el nuevo brote ya no hay caballeros, ni rodajes, ni paseantes.

Cuando llovía las señoras mayores esperaban que abrieran la iglesia en mi tienda. Yo era nieta del barrio y las acogía. Conocían a mi abuela, que había ido a rezar los últimos años de su vida y a mi abuelo, que aunque era ateo y republicano también quiso que le encargara una misa para no desentonar. Y se la encargué y asistí en silencio y me dieron el pésame todas esas señoras. Me alegro de que a mi abuelo le tocara morir en aquella época, rodeado de sus vecinos en la residencia del barrio, cuando aún era un lugar seguro. También se cobijaba en mi tienda el chico que pedía en la puerta de la iglesia, cuando ellas ya habían entrado y no habría más limosnas. 

El carpintero nos arregló una mesa que cogimos de un contenedor -la dejó como nueva- y le encargamos dos estacas para defendernos de los niñatos nazis que venían a atacar el bar de al lado, por si nos pillaban por medio. Yo apenas podía con la mía por lo que tuve que entrenar en medio de la calle, con ayuda de un malabarista a quien vendía en la tienda las pelotas que fabricaba, parroquiano de uno de los bares de mis cien metros, donde le había servido tantas cañas ante de abrir nuestro negocio. No he sabido más del carpintero, era muy mayor y mucho antes del primer confinamiento ya estaba cerrada la carpintería.

En la trastienda instalamos el primer ordenador público de la ciudad; venían sobre todo universitarios extranjeros a leer su mensajería, justo antes de que tuviéramos Internet en España. La trastienda había sido la vivienda de aquel comercio o taller antaño y arreglando el local, nos daba pena tapar aquellos dibujos infantiles en las paredes; ahora imprimíamos las noticias que llegaban de Chiapas y el Comandante Marcos para repartirlas por el barrio. A diario bajaba a vernos nuestro casero, un socialista marroquí casado con una “chica del cable”, una mujer a quien recuerdo mucho a medida que me acerco a su edad y con quien comparto la afición a la cerveza.

En aquellos cien metros de calle los personajes que la habitábamos entrábamos y salíamos coincidiendo a la intemperie en las puertas de unos y otros, para tomar el pulso al barrio y al país y al mundo, opinar de todo e intercambiar servicios y favores y luego coincidir en la casa de comidas, donde acabábamos juntos en las mesas dispuestas en fila, como si aquella señora asturiana fuera Blancanieves y nosotros los Siete Enanitos y a todos nos cuidara con sus menús económicos y deliciosos. Creo que mucha gente habría vivido menos de no haber sido por ella. Me contaron que había muerto de covid.

Esos cien metros olían a incienso, tinta y serrín, a cerveza, cocido y mortero y según la hora del día o de la noche, los aromas y los sonidos podían decirte la fecha y la hora. El trasiego y el aspecto de la gente te indicaban qué sucedía en la plaza o en la calle ancha, dicho de otra manera qué estaba aconteciendo en el mundo que nos rodeaba, en el resto del mundo más allá del nuestro, del que salíamos lo justo para volver siempre, invadiendo el medio de la calzada en nuestro encuentro, en esa calle de poco tráfico que parecía no conducir a ninguna parte. Con el nuevo confinamiento nadie puede salir de la calle. Quién quedará en aquellos cien metros de Quiñones. 

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