Abro un dátil, le quito el hueso y lo relleno con una nuez. Me lo meto en la boca y pienso que es la combinación perfecta. Me acerco a la ventana y miro a través de las gotas que permanecen inmóviles en el cristal, como si jugaran al escondite inglés, sabiendo que la que se mueva desaparecerá para siempre. Miro al edificio de enfrente, a unos cien metros del mío, a ver si veo a la pareja del perro.

Busco en la primera ventana donde ella, que imagino se llama María y es asturiana, suele estar sentada delante de un ordenador. No está. Busco en el balcón, un poco más a la derecha, donde tienen cuatro tiestos pequeños con plantitas que si no están muertas ya, poco les falta. Observo con desprecio el toldo verde que tantos balcones españoles preside y pienso que no entiendo como María, con lo joven que es, no lo ha arrancado con sus propias manos y sigue teniéndolo allí, cayéndose a pedazos y contribuyendo a ensuciar la estética de las fachadas madrileñas. Tampoco les veo por allí. Ni siquiera al perro, al que he apodado George porque es un pastor como el que tenía Ryan Gosling; ese que parecía un teleñeco, y eso es raro porque suele estar fuera cuando le dejan la puerta un palmo abierta para que esté atento a los movimientos de la calle, especialmente a los del señor gitano que baja armado con guantes y mascarilla para darse una vuelta por los rosales del jardín de abajo mientras su mujer le grita por la ventana del primero, que no tiene toldo pero sí tiende las sábanas, bragas, calzoncillos y ropa varia fuera y para el caso es lo mismo. Toldos y colgajos son la misma mierda y deberían estar prohibidos. Si mandara yo lo prohibiría, ya lo creo que lo prohibiría. Le grita cosas como “¡Juaaaan, sube que estás to er día en la caaalleeeee!” o “¡Vente pa’la casa a comé!” y él no responde pero obedece sumiso. Sé que a George le gusta el señor gitano porque, aunque haya más gente en la calle, él solo mira a ese hombre de sombrero de fieltro negro y elegante traje chaqueta. Deslizo la mirada de nuevo a la derecha hasta la ventana de la cocina, que imagino necesita una reforma porque veo una caldera dentro, un microondas viejo y una luz mortecina, y en la que suele estar Pablo, veintiocho años, farmacéutico, solía odiar a los perros pero al enamorarse de María durante aquel Interrail, tuvo que tragarse también al perro de ésta y ahora, cada mañana entre las nueve y las diez, Pablo está en la cocina preparándoles el desayuno a los dos. Para María tostadas con tomate y café con leche descafeinado con mucha espuma, para George cien gramos de pienso de caballa sin cereales, que sino luego le dan gases. Tampoco están en la cocina.

Un movimiento familiar más a la derecha, inmediatamente capta mi atención. La señora mayor que vive también en el 4º como María y Pablo, pero en el edificio de al lado y que solo sale a las ocho para aplaudir. Jamás la he visto antes, ni tampoco la veo en ningún otro momento que no sea a las ocho. La quiero. La quiero a pesar de que también tiene toldo verde y bandera de España roída y descolorida en el balcón. A ella se lo perdono. Imagino que se llama Carmen, que tiene ochenta y nueve años, viuda con dos hijos que apenas la visitan, siempre se dedicó a su marido y cuando a éste se lo llevó el cáncer, a Carmen se le apagó la vida. A Carmen la quiero por la ilusión con la que sale a aplaudir con sus manitas de niña, la quiero por las cortinas de visillo de encaje de color crudo que cuelgan desde hace décadas en su salón, la quiero porque imagino que así podría ser mi madre si tuviera su edad y me gustaría que alguien la quisiera como yo lo hago, sabiendo que pasa los días sola, con las persianas medio bajadas, sin que apenas entre la luz. Porque le da igual la luz. Carmen conserva los muebles viejos de antaño, la figura de un toro encima del televisor, los tapetes de ganchillo que ella misma cosió debajo de cada figurita de cerámica; cuando termina el programa de entretenimiento de la tarde, ese que llena de voces y color su salón, se levanta para prepararse una tortilla francesa y un cachito de pan. De postre una pera o un albaricoque. Así en cada cena. Igual cada noche. Pienso en que me gustaría ir una tarde y hacerle compañía, prepararle algo distinto de cenar, no sé, hacerle unas berenjenas a la parmesana o una ensaladilla de boniato y sentarme a comer con ella, cada una en uno de los sillones orejeros estampados del salón, y que me dijera que no están mal mis platos pero que ella sigue prefiriendo su tortilla francesa, y a las ocho salir las dos juntas al balcón a aplaudir, ya no tendría que hacerlo sola y saludaríamos a Hans desde el otro lado y sólo después de cenar y de que me hubiera contado que su marido era un buen hombre que Dios se había llevado demasiado pronto; sólo después de acompañarla a la cama y haberme cerciorado que dormía, sólo ahí me iría y volvería a mi casa en silencio.

Abro la ventana y me recibe con un golpe de aire un poco demasiado fresco para ser mayo, y aplaudo más que por ningún otro motivo, por ella, para que se sienta acompañada. Aunque sea desde mi casa. Aplaudo con toda mi energía y sonrío y la miro a ella que saluda con su manita a los demás vecinos. Sé que no la veré en la calle, pero puede que le escriba todo esto y se lo deje en el buzón, por si una tarde le apetece que me siente junto a ella en el sillón.

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