El hijo de Leopoldina y Anacleto se llama Julio, Julito «Tomeguín». Nació en la calle Juan Govea, la más larga del barrio El Berrinche, y como todas sus calles, sin pavimento, sin acueducto, sin alcantarillado y con un solo poste de alumbrado público. En esa calle también nacieron Telmo, Israel «el hurón», Migdalina, Mayito, Meralea y Jesusito “el Loco”, quien se ganó una bicicleta Niágara, raspando los corchos de tapas de botellas de Coca-Cola.
Yo llegué al barrio con casi ocho años, y esos fueron mis primeros amigos y aquella la primera calle donde jugué a las chinatas, a los trompos; donde empiné papalotes; y ya creciditos donde Meralea y yo descubrimos los besos en los rincones oscuros y practicamos algunas exploraciones amorosas en nuestros cuerpos; pero no pasaba de ahí, Meralea jugaba al «Pon» (Rayuela) y cantaba, bajito, canciones de los Beatles.
Contemporáneo con nosotros es Osvaldito “Matabuela”. La madre se largó del pueblo sin previo aviso, dejándolo en manos de la abuela Julia. La pobre mujer no tuvo descanso ni paz desde el día en que el niño aprendió a caminar y se apropió de la calle, alejándose de la casa cada vez por más tiempo; como si el hecho de haber nacido en San Cristóbal, el Santo Patrón le predestinara la conducta. Claro, la abuela detrás de él, con la misma cantaleta, a diario; “Osvaldito, ven muchacho, regresa conmigo, deja la calle. Ven, que me vas a matar del corazón”.
Julia largó los pies detrás del nieto; perdió la voz gritando su nombre por las calles y los lugares más alejados del centro, hasta el día en que le faltaron las fuerzas. La encontraron al final de Juan Govea, de pie, rígida, recostada al tronco de un grueso almácigo, con la boca abierta, como si hubiera dispuesto de su último aliento para clamar por Osvaldito.
Osvaldito no dejó de caminar a diario: Durante su andar, por momentos, se volteaba como si todavía Julia lo persiguiera. Daba lástima verlo. Dicen que aún vive en Juan Govea, que lo ignora todo.
Julito “Tomeguín” llegó a Miami montado en una de las embarcaciones repletas de cubanos que se echaron a la mar por el puerto de Mariel. Eso fue en la primavera de mil novecientos ochenta y uno. En la embajada de Perú en La Habana, un grupo de personas, dentro de un ómnibus Leylan, arremetieron contra la cerca de protección del inmueble y por el boquete se “coló” un montón de gente.
No digo yo. Eran capaces de subir en cualquier balsa improvisada con tal de llegar a la otra orilla. Siempre fue riesgoso. Era frecuente encontrar esos “artefactos náuticos” a la deriva. El artista Kcho los plasmó en diferentes soportes y espacios: dibujos, lienzos, esculturas; se hizo famoso con las imágenes de cientos de barquitos y disímiles objetos que parecían bambolearse sobre las aguas del Estrecho de la Florida.
Julito “Tomeguín” me encontró una tarde de febrero en el sendero a orillas de los lagos cercanos a mi vecindario. Fue casualidad porque él caminaba en las mañanas, me dijo. Traía una gorra roja. En poco tiempo me actualizó su historia, siempre con exageraciones de supuestos eventos heroicos, incluido su paso por la base naval de Guantánamo, donde permaneció por varios meses hasta que resultó elegible.
«En China un virus salió de un murciélago y causó muchas muertes. No sabían cómo se propagaba, y los chinitos (sin Muralla), viajando a cualquier parte, estornudaron sobre el Globo terráqueo y contaminaron a medio mundo. El presidente escribió en Twitter que el virus estaba bajo control, que pronto los contagios iban a llegar casi a cero”.
No le contradije, pero el virus avanzaba, se esparcía. En marzo la tragedia era global. Aquí las noticias de contagios y muertes se multiplicaban, mientras el presidente consideraba innecesario declarar “estado de emergencia”. A pesar de esto último muchos Estados, antes de concluir el mes, incluyendo la Florida, decretaron la cuarentena.
El encierro no me preocupó. La edad aminora el paso y reduce exigencias. Leo y escribo en las mañanas, y camino en las tardes. A finales de marzo encontré el Club de escritura Fuentetaja; me hice socio. He participado e interactuado con decenas de concursantes. En “Semillero de historias de cuarentena” leí relatos impresionantes y conmovedores del daño causado por el virus.
Finalizando mayo, la muerte por asfixia del estadounidense George Floyd, quien se encontraba bajo custodia policial, provocó manifestaciones masivas sin temor a contagios por coronavirus. En una pancarta se leía “No puedo respirar”. ¡Que ironía!. !Mucha!. No en todas las calles somos un poco iguales. Cierto.
En el verano la gente se la tomó a la ligera, y mientras la comunidad médica atendía e investigaba frenar contagio y muertes. la indisciplina social rayana en suicidio, casi generalizada, alimentada además por líderes irresponsables, fue sumando contagios y muertes de manera progresiva durante el otoño, prolongando la crisis. Hoy EE. UU es el país con más casos positivos y muertes por coronavirus.
Días atrás, mientras caminaba en solitario por el sendero a orillas del lago, fotografié el fondo del edicificio (con fachada al Sur) donde vivo con mi familia.
Retraté, desde el interior del apartamento, la calle ciento setenta y nueve, que se prolonga en un cambio de rasante, atraviesa e interrumpe el sendero del fondo y termina en algún lugar impreciso que mi vista no alcanza. A través de ella he rescatado del olvido la calle de mi infancia, a mis amigos y a Meralea.
Disculpen, me he distraído: Julito “Tomeguín” acaba de morir afectado por el Covid-19. El resto de mis amigos permanecen en Cuba, protegiéndose, luchando, empecinados. Esta es mi temporal y nueva calle, dejará de llover, la caminaré tantas veces como sea posible, hasta el día en que retome la envocadura de Juan Covea y rastree las huellas de mis pasos con destino a la semilla.
* Tomeguín: ave canora del patrimonio endémico de Cuba.
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