Por culpa de mi padre

Por culpa de mi padre

Todo comenzó como un puto día.

Me desperté con las piedras de agua rompiendo sobre el cristal; me levanté, alcé la persiana y el cielo negro me cayó en los ojos… apenas era media mañana. ¡Todo de malas!

En el marco de la ventana pendoneaban tres gotas de agua, como tres lágrimas a punto de estrellarse contra el vidrio. No llegaban a soltarse. Ahora me encuentro de la misma manera. Costó separarme de esa imagen y volver a la habitación. ¿Qué hubieses hecho tú? 

Como todas las mañanas llamé por teléfono a mi madre.

«Quédate en casa —me dijo—. Tómate un chocolate caliente y continúa tapadito con el albornoz. Faltan dos meses para terminar el año y comienzan los tiempos fríos».

En esa pocilga no tenía ni café, ni chocolate, ni na… ¡no había na! Los bolsillos estaban aguados y por los rincones solo conseguía basura acumulada. Sentía la saliva del tabaco amasado durante la noche, la garganta que necesitaba algo frío. ¡Qué me quedara en casa! Joo…

«Hijo, si vas a salir hacia la oficina de tu padre, no olvides colocarte el tapabocas».

De ese si tenía… diez, no sé cuántos… los que se habían acumulado por el suelo.

Vivo en la calle Oñate de Madrid, una callejuela de dos largas esquinas siempre concurrida para ir de Bravo Murillo hacia Paseo de La Castellana. Bajé con la esperanza de ver a alguien conocido. Buscaba al Javi, al Pinky, a alguien que me llevara un tabaquito de marihuana. Y se presentó sola, oscura, como el augurio del día. El Javi se había ido a Carabanchel y el Pinky estaba en la Sierra.

El bar de los gallegos también estaba cerrado, allí creí poder conseguir a alguien que me auxiliara con algo de hierba, pero na… 

Mi padre había comprado el piso en 1997 para estar cerca de su trabajo en las Torres Kio, es lo que cuenta mi madre. Yo tenía 14 años y dos años después nos abandonó. Ella tuvo que alquilarlo y nos fuimos a vivir con mi abuela, la que dice que él se fue por mi y la que me echó después de su casa… Hace dos años volví al barrio.

¡Ahora son las siete de la tarde! Si le hubiera hecho caso a mi madre continuaría allí, quizás con mucha hambre, pero protegido. Pero fueron las tripas las que me obligaron a pasar por el bar de Guzmán para que anotara en el cuaderno, la caña y el pan asqueroso que prepara.

«Acomódate la mascarilla para andar» —me gritó el Guzmán cuando salía. A ese le quedó la costumbre de ella por cuidarme.

—¡¡Auxilio!!… ¡¡¡¿me oyen?!!!

¿Qué puedo hacer ahora dentro de estas cuatro láminas forradas de dos por dos?

¿Qué por qué vine? Porque ella me ha dicho que debo exigirle a mi padre mi mesada.

En este ascensor suspendido, ni ojos tengo para mirar un botón. El frío me traspasa el abrigo y las cadenas se mueven al son de la ráfaga de brisa que entra por la sala de máquinas. ¡Su crujir me atormenta! Soy la gota suspendida en la ventana.

¿Qué por qué estoy aquí? ¡El hambre! Fue eso lo que me empujó. 

—Ayudadme, por favor… ¡abrid esta caja que me cago!, ¡¡que si se cae me matoooo!!

¿Quién podrá oírme? Si el vigilante pasara cerca…, si me oyera, seguro me auxiliaría, pero a esta hora debe de estar descongelándose y viendo la tele muy cómodo en su salón de la entrada… ¡El muy cabrón!

¡Esta puta tarde!

«Pero no salgas cariño, quédate en casa». —siempre ella con su melosa voz.

—¡¡¡Que alguien me ayudeeee!!!…

Los cuentos que me contaba mi madre sobre las cuevas de los lobos me asustaban, pero no imaginaba cuanto miedo se podía sentir.

—Ayudadme que me meo, por favor.

Sé que no debería gritar, que debo pensar positivo, que esto es igual a cuando me llevaban al parque de atracciones. Que yo lo disfrutaba, decía mi madre, que reía cuando íbamos los domingos.

—Holaaaa… hoolaaaa.

He venido tantas veces a esta torre y nunca he visto un guardia por las plantas superiores. Creo que voy a morir solo.

Vine para recibir la misma miseria de ayuda que, dicho sea, me deja con su secretaria los fines de mes; me acerqué hoy a ver si me la podía adelantar.

—¡Eres un maldito, poor tuu cuulpa estooy aquííííí! Abrid. No quiero morir. Me falta el aire. Por favor, tengo mucho frío.

¿Cómo puedo tranquilizarme con este movimiento y este ruido? ¿Cuántas horas han pasado desde que… se fue la electricidad? Solo queda montarme esta mascarilla para respirar aire caliente… joo, que mal huele.

Siento que mis cinco sentidos están debilitados, solo dos cosas estoy seguro de que funcionan: mis tripas y mi mente. ¡Claro, la mente!, ella me dice lo que estoy pensando. Se me moja el culo y no se me aquieta la barriga. Este suelo de caucho está baboso como un tobogán. Mejor me tiro al suelo. ¡Si me pudiera dormir! No soporto el olor de la mascarilla. Suenan unas sirenas, ¿será la ambulancia o la policía?, ¿vendrán por mí o alguien más está atrapado? 

—Aquííí… escuchadme…

¡Puta tarde!, debí quedarme con el albornoz y pasar hambre, pero dentro de mi casa. Debí hacerle caso a mi madre, como he hecho siempre. Maldito tablero, no enciende ningún botón. ¿De dónde vendrá el olor a humo?

—¡¡Mamááá, auxilio!!… Me desmayo.

—La mascarilla de este hombre es repugnante y puede ser portador del virus. —escuché a uno de los bomberos en mi tonto estar.

—Tiene un shock por hipotermia. Hay que taparle con una manta eléctrica —era la voz lejana de otro.

—Nosotros no vinimos preparados para rescatar a un portador del Covid —replicó el primero.

Perdí el conocimiento, sentí que se cayó la gota.

Puta noche la que pasé en este lugar, me pincharon muchas veces. Ahora que amaneció con estas mantitas estoy mejor. Uhm, si me trajeran un tabaquito. Cuando venga mi madre le diré que sea ella quien se arriesgue buscando la pensión.

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