SI PUDIERA CONTAR

SI PUDIERA CONTAR

Lolo Viejo

29/12/2020

«Si pudiera contar los abrazos que no he podido dar, los besos olvidados, las sonrisas que no he podido recibir en esta ciudad, no acabaría nunca. Pero todos esos abrazos, besos y sonrisas los guardo para vosotros. Ya se que allí también estáis muy mal pero, ¡os echo tanto de menos! No te preocupes por mí. Yo estoy bien pero aquí hay poco trabajo y creo que no voy a poder ir por Navidad como quería…»

Mientras escribía la carta a su mujer, a Armando se le caían las lágrimas y las manos se le entumecían del frío. Decidió acabarla por la mañana. La introdujo en un sobre con la dirección de destino ya escrita: una calle de Bogotá (Colombia).

Había ido a dormir a una nave abandonada de un polígono industrial del área metropolitana. Le había llevado allí un amigo de la calle. Una ola de frío polar se había extendido por la ciudad mientras que la luna llena de diciembre difundía su triste luz entre la neblina y el vacío de las calles. Al entrar, a Armando se le nubló la mente. El ambiente era sórdido y el olor nauseabundo. Las ventanas dejaban pasar el frío y la humedad entre los camastros de mantas y colchones. Algunos grupos quemaban maderas en bidones haciendo el ambiente aún más irrespirable.

Una catarata de imágenes empezaron a pasar en ese momento por su mente a una velocidad extraordinaria: su vida humilde pero digna en su ciudad, la mentira que le había traído hasta este país, el amigo que trabajaba en esta ciudad y que le engañó diciéndole que podría trabajar fácilmente en la construcción, la novia del amigo que no quiso que siguiera viviendo con ellos, el día que le robaron en una pensión… Albergues atestados, compañeros dementes, alcohólicos, drogadictos…Muchas buenas personas desgraciadas. Como él. Y siempre, omnipresentes, la visión dolorosa de su familia esperándole y la vergüenza de no querer pedirles dinero para volver.

Lo que más le molestaba era el desprecio con el que le trataban algunas personas cuando estaba con un grupo de «sin techo». Como si ellos hubieran querido estar así. Como si él tuviera la culpa de haberse metido en un camino amurallado del que no podía salir. Como si fueran los responsables de las desgracias que ocurrían. Un golpe violento de tos interrumpió sus pensamientos y se recostó en uno de los camastros.

Se quedaría allí esa noche  y aprovecharía para escribir una carta.  Mañana buscaría otro sitio. Le habían hablado de unos compatriotas en un pueblo cercano pero a esa hora no podía buscar nada más.

Armando sabía que era fuerte y que saldría de aquello. Sin embargo, últimamente empezaba a dudarlo. Su estado de salud le preocupaba. El frío empeoraba los síntomas de la enfermedad que tenía desde hace días. Tenía fiebre y una tos seca y repetitiva le tenía exhausto. Apenas podía respirar. Alguien llamó al 061.

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Rosa Salcedo llevaba trabajando 15 años como enfermera de urgencias aunque había sido trasladada temporalmente a tratar a los enfermos de COVID de su Hospital. Este trabajo le había cambiado la vida y el carácter. Al acabar el turno y mirarse en el espejo creía que en nueve meses había envejecido nueve años. Salía agotada física y emocionalmente. Para ella, cada día de trabajo era como correr una maratón con la meta puesta en que no se muriera la de la 25, o el de la 12… Pero al día siguiente había otra maratón y ya no estaban ni la de la 25 ni el de la 12. Al salir tenía necesidad de respirar unos minutos el aire helado de la calle para expulsar de sus pulmones el cálido y denso del Hospital. De esta forma intentaba quitarse de encima toda la ansiedad e impotencia. A Rosa empezaron a llamarle la enfermera «callejera» ya que frecuentemente, después de su turno, se le veía dar vueltas por las calles alrededor del hospital. Llevaba unos auriculares y pasaba un rato escuchando música a todo volumen. Era su forma de desconectar.

Lo peor para ella era el volver a casa. Volver con miedo. Rosa no soportaba, al principio, tener que rechazar el abrazo de sus dos hijos de 6 y 8 años que corrían a abrazarla cuando traspasaba la puerta. Y decirle a su marido que prefería dormir sola. Ya se habían acostumbrado pero los primeros besos y abrazos que no pudo dar cuando llegaba a su casa fueron puñaladas en su corazón que nunca acabarían de curar.

Rosa tuvo que atender esa noche a un joven gravemente enfermo e indocumentado de aspecto suramericano. Llevaba un sobre abierto en un bolsillo de su abrigo. Armando lo sacó, se lo dió a Rosa y con voz casi inaudible le dijo:

-Mándala, por favor.

Rosa miró la dirección y leyó la carta buscando alguna identificación. Al acabar, se dirigió resuelta hacia el punto de información de la sala: 

– Isabel, perdona ¿está hoy de turno el intensivista colombiano que trabaja aquí?

Armando estuvo veinticinco días recuperándose. Cuando le dieron el alta, en la sala de espera, una mujer joven de tez oscura y enormes ojos negros esperaba que se abrieran las puertas. Dos niños pequeños cogidos de sus manos. Antes de salir, mientras le hacían el pasillo de despedida, Rosa puso su mano, sin guantes, sobre la suyas y le dijo:

-Ánimo Armando. Ahora puedes dar todos los besos y abrazos que no has podido contar aquí.

Armando la miró sorprendido y se acordó de la carta. Cogió su mano y la apretó fuerte. Los dos, por un segundo, se miraron fijamente y sonrieron. Rosa, mientras asentía con la cabeza, miró hacia la puerta y le dijo:

-Venga que te están esperando

Armando, confuso, solo pudo decir:

-Gracias. Muchas gracias.

Andaba vacilante, apoyado del brazo del médico intensivista. Al abrirse las puertas unos niños, y sus padres, recibieron el mejor regalo que una familia puede recibir. Un médico colombiano con bata blanca miraba sonriente la escena a una distancia prudente.

Seguramente, fueron los únicos besos y abrazos que ese día se dieron en el hospital.

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