—¿Me hacés uno de perrito? —preguntó Tommy señalando los globos.

El payaso lo ignoró completamente. Germán dedujo que esto se debía a que algunos niños pedían cosas que luego sus padres no pagaban, así que se acercó para ratificar el pedido de su hijo.

—Uno de perrito, capo.

—No, hoy no hago.

La respuesta, cortante, lo sorprendió; Germán la atribuyó al cansancio.

—Papá, quiero uno de perrito —insistió el pequeño, tomándolo de las bermudas.

—Bueno, dame ese —dijo Germán apuntando con el dedo hacia uno de los inflables. Sabía que la gracia estaba en que el niño viera su elaboración, pero prefirió conformarse.

—No, no los vendo —explicó el hombre disfrazado.

El papá se quedó atónito. ¿Por qué no querría venderle un simple globo? Repasó sus dichos en busca de palabras ofensivas. ¿Habría sido el “capo”? Era muy improbable…

—Quiero uno de perrito —reiteró Tomás, amenazando con romper en llanto.

—Vayan, vayan —exclamó el comerciante moviendo los brazos como si intentara ahuyentar a un gato.

Germán se enojó; el tipo estaba siendo muy grosero.

—¿Qué te pasa, flaco? —le dijo, serio.

Su afición por el gimnasio y su metro ochenta y ocho imponían cierto respeto, y no estaba acostumbrado a ese tipo de trato.

—Mandate a mudar, dale —contestó el payaso, irrespetuoso, con un tono que podía atribuírsele perfectamente a un matón profesional.

«Uy, le daría una trompada», pensó Germán. Pero luego, reflexionó: el enfrentamiento sería completamente inútil, además de cómico.

—¿Estás sordo, pibe? —lo apuró el otro.

El sujeto aparentaba ser temerario. Retirarse le pereció lo más sensato.

—Vení Tommy, vamos a ver si allá venden. —Señaló hacia otro extremo del parque mientras conducía a su hijo lejos de aquel hombre tan extraño.

Supuso que, por alguna razón, le había caído mal, pero… ¿Qué podía ser? En parque de las colectividades solía haber shows a la gorra: payasos, magos y malabaristas. Germán recordó, en ese momento, su fea costumbre de irse antes de que la gorra pase.

«¡Ajá! Este me junó y me la tiene jurada», concluyó para sus adentros.

En su mente resonaban las palabras de Claudia, su esposa: “no seas rata, gordo, dales algo”. Pero él tenía un mantra inquebrantable: nunca pagar por algo que podía obtener gratis. Por eso siempre vacacionaban en la casa que Carlos, su socio del estudio, tenía en la costa y que, cada año, le prestaba por una quincena. No por nada sus amigos le decían “el codito” Garmendia.

Imaginó que su tacañería finalmente le estaba pasando factura y resolvió olvidarse del incidente. Buscó un lugar a la sombra y se dispuso a cebarse unos mates. Aun así, seguía masticando bronca, y cada tanto, escudriñaba disimuladamente al vendedor. Además del traje barato, advirtió que no tenía los clásicos zapatones sino unas zapatillas comunes y gastadas. También notó un extraño gesto: cada tanto agachaba su cabeza hasta su pecho mientras movía los labios, como si hablara solo. Hipotetizó que el tipo padecía alguna especie de TOC o no estaba bien de la sesera.

En medio de sus cavilaciones, observó a una joven madre y su pequeña hija acercarse también a comprar globos. La mujer intercambió algunas palabras con el vendedor. Luego, ambas se alejaron. Germán se acercó a la muchacha.

—Hola, buenas tardes. ¿Le puedo hacer una pregunta?

—Sí… supongo —La mujer no tenía ningún interés en entablar una conversión, pero hizo un esfuerzo para no parecer descortés.

—Ese payaso… ese, el de ahí —Intentó señalar con la cabeza—, querían comprarle algo… ¿cierto?

—Sí… Flor quería un globo, pero me dijo que no vendía.

Su teoría de la gorra era evidentemente incorrecta. ¿Se trataba acaso de un maniático? ¿Algún enfermo que se vestía de payaso? ¿O eran ideas suyas?

—A mí me dijo lo mismo. Creo que es un loco desquiciado.

La muchacha lo miró extrañada, temiéndole mucho más a Germán que al payaso.

—Mire, no sé, nos tenemos que ir…. Flor, ¿vamos a la calesita, mi vida?

El papá se dio cuenta de que la había espantado. Para colmo, el artista, que parecería estar observando toda la escena, ahora le clavaba la mirada.

Fue entonces cuando advirtió un brillo en el disfraz. Se puso los anteojos y alcanzó a ver lo que parecía ser un arma, que el sujeto traía escondida debajo del cinturón. ¿Su paranoia le estaba jugando una mala pasada? Concluyó que lo más sensato sería simplemente alejarse del lugar.

—Tommy, vení que nos vamos.

—¿Qué? si recién llegamos, papá —dijo el chico, ofuscado.

—Vamos que nos vamos.

El chiquillo empezó a llorar y su papá tuvo que hacerle upa. En ese instante, observó que el payaso, súbitamente, enfilaba hacia ellos. Germán se asustó y empezó a trotar torpemente, abandonando la mochila y el mate. 

—Papá, el mate —le advirtió su hijo.

Unos pasos después, por el rabillo del ojo vio como el payaso aceleraba el paso y estaba ya casi corriendo. Pensó que estaba en problemas y sintió pavor.

—Aggggggh, la mierda —se le escapó, del miedo.

Al notarlo, Tomás, que era sacudido como si participara de un viaje por los médanos en 4×4, también se asustó y empezó a gritar:

—¡Ahh!

De pronto el payaso se abalanzó sobre un runner, tumbándolo al piso, e iniciaron un forcejeo. Un paseador de perros y el vendedor de churros se sumaron a la cacería.

Germán, estupefacto, observó la surrealista escena, pensando si estaba despierto o dormido.

Pero estaba despierto; el operativo policial había sido todo un éxito.

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