Un viaje al pueblo

Un viaje al pueblo

Juana y su marido Augusto fueron, con su padre, a su pueblo natal, las vísperas de Navidad. Era un día gélido, uno de esos en que la niebla te cala los huesos y la escasa  visibilidad te impide ver a pocos metros de tus narices, pero su padre se empeñó en enseñar la casa en la que vivió, a un vecino del pueblo. Estaba en venta desde que su mujer falleció. Ahora vivía con su hija en Valladolid.

La llegada al pueblo emocionó a los tres, aunque más de lo usual al anciano Sebastián. No iban al pueblo con frecuencia. Además dado el frágil estado del abuelo, operado del corazón y con una artrosis que le deformaba los huesos y le causaba grandes dolores, no acostumbraban a hacer muchos viajes con él.

La niebla iba cediendo dando paso a un tímido sol, que aunque no calentaba, daba claridad al ambiente. Decidieron ir a tomar algo caliente  al bar de Quique. La acogida fue muy calurosa y se sintieron bienvenidos, todo ello acompañado de un café, cremoso y cargadito, hizo que  los ánimos se caldearan.

Tras tomar el café, fueron a su casa, situada en la calle Isabel la Católica.  Habían quedado a las doce. Los tres recorrieron las distintas habitaciones de la casa para comprobar que todo estaba más o menos limpio y ordenado, esperando que fuese del gusto del visitante. Todos sintieron el frío helador en sus huesos y se abrocharon los abrigos. Sebastián sintió un halo de nostalgia y añoranza que le recorrió las entrañas. Toda una vida compartida con su querida  Clemen y sus dos hijos, enmarcada entre esas paredes. « Quizás no vuelva a ver la casa nunca más.» pensó de súbito. El ambiente invernal  estaba acompañado de un silencio que no necesitaba palabras. El anciano recordó en flashes distintos momentos de su vida: el nacimiento de sus hijos, sus quehaceres en el campo, como la siega en verano a más de treinta grados, las vendimias, la compra de su primer tractor…y un sinfín de recuerdos que parecían apresados bajo ese techo y que solamente le pertenecían a él. Era un apego a su vida pasada que permanecía latente en su corazón, aunque ahora ya sus vivencias estuvieran en otro lugar, ajenas al tiempo. Él nunca olvidaría la vida en su hogar, y eso que la memoria ya le fallaba bastante.

La visita llegó. Era Francisco, el hijo de un vecino del pueblo, con el que siempre habían mantenido buena amistad. La casa le gustó mucho y  dijo que en unos días le daría respuesta.

Sebastián mostró una extraña mezcla de alegría y congoja, preso de sentimientos dispares, pues aunque quería vender la casa, que  ya no necesitaba, siempre se sentiría  unido a ella, como una cadena que le ataba  y le esclavizaba.

Decidieron dar un paseo por el pueblo, antes de ir a comer al restaurante de Charito. Las calles estaban más vacías que de costumbre, quizás por la nueva situación de pandemia, o  porque los pueblos cada vez estaban  más despoblados.

Al anciano le costaba bastante andar, pero, eufórico por recorrer las calles que le vieron crecer, caminó con entereza, saboreando el placer  de pisar el asfalto, algo que meses atrás no habría podido hacer.

Pasearon por la plaza, en la que estaba situada la iglesia, la cual hoy le pareció más grande que antaño. Recordó que cuando él vivía allí, se ubicaba  una fuente en el centro, que ahora había desaparecido. La nostalgia parecía invadirle a cada paso que daba. Con este virus sentía la muerte más cerca, como un abismo que le tragaba y del que no podía escapar. El confinamiento, meses atrás le hizo apreciar más su vida. Ahora valoraba un soplo de aire fresco y un corto en el bar. Siguieron calle arriba y fueron a dar a un paseo, El Espolón, que seguía ofreciendo unas vistas maravillosas del río Duero y la ribera que lo rodeaba, con sus campos en barbecho y las viñas, muy comunes en la zona.

Se sentaron en un banco a descansar. Ahora la temperatura había subido y daba gusto sentir los rayos de sol en la cara.

Una anciana  se acercó a ellos. Su andar era torpe y caminaba encorvada, como si el tiempo también le hubiera castigado.

—Sebastián, ¿eres tú?—la mujer le habló con tanta familiaridad que el anciano se sintió abrumado. Al principio no le reconoció, aunque su voz no le era desconocida.

—Soy yo, Carmela, la mujer de Pablito.

Sebastián la recordó al momento. Era lógico que no le conociera. Habían pasado muchos  años sin verse. Su frente estaba surcada de arrugas y tenía  el pelo muy canoso. Pero sus ojos azules como el mar, en los que se miraba de joven, permanecían intactos. Ese  brillo en la mirada siempre había ensimismado a Sebastián, sobre todo en la  adolescencia, cuando fueron novios. Dios quiso que no se casaran, «caprichos del destino», siempre había pensado él, aunque se guardaron mucho cariño.

Ella le contó que estaba viviendo con su hijo, le narró sus innumerables achaques y hablaron del maldito virus, que estaba destrozando sus últimos días. Él le dijo que había venido a enseñar la casa a un vecino, que  tenían en venta. Y así, sentados cada uno en un extremo del banco, con la mascarilla puesta, charlaron un largo rato, con la familiaridad de  cuando eran novios y querían comerse el mundo.

Su hija Juana los miraba, emocionada, pues ya sabía de esa relación pasada, y sintiendo un escalofrío que le recorrió la espalda, ella y su marido les dejaron a solas.

Pasado un rato se marcharon a comer. El matrimonio  pensó  que había sido un agradable paseo, que Sebastián siempre  agradecería.

La casa fue vendida y las escasas veces que Sebastián visitó el pueblo, pues murió tres  años después, insistió en pasar por esa calle y observar  la fachada, esperando llevarse consigo esa parte de su alma que había quedado  anclada en esos cimientos,  que  nunca olvidaría, ni aunque pasara toda una eternidad.

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