Carta a una mujer desesperada

Carta a una mujer desesperada

Jen

03/12/2020

Hoy salí con un saludo a medias, con el alma encendida y con mucho ruido en mi cabeza. Mientras caminaba por las calles, pensaba que quería ir a un lugar donde el desayuno abrazara las ganas profundas que tenía de llorar, pero esa voz caprichosa de mi cabeza me llevó a una cafetería común donde estaban dos hombres hablando de negocios. Entré sin tanta motivación y pedí un jugo de mandarina dándole gusto a mi sentir al menos en eso. Luego me sugiere la mesera un desayuno tradicional y lo acepté.

Cuando recojo el desayuno, encuentro un lugar que mandaba un mensaje bien claro: ¡Mesa para gente conflictuada!; esto sumado a que la “nueva normalidad” nos dejó con pocas opciones de interacción social, lo que justifica que cada mesa intermedia del local tuviera el letrero ¡No está en uso, mantenga el distanciamiento social! Cuando me acerco a la mesa que gritaba mi conflicto existencial, me siento y por azares de la vida, la mierda que tenía revuelta en el fondo y que era muy escurridiza, sale a flote cuando se riega el chocolate encima de mi ropa, mi bolso, mi pan, los cubiertos y por supuesto me salpica el alma como un recordatorio de la prioridad que no le estaba dando.

Pido una bolsa a la mesera, recojo a los damnificados y salgo de prisa huyendo de esa verdad que me perseguía y que al final me alcanzó cubriendo mis ojos en llanto. Lloré con berrinche, con rabia, con tristeza, con melancolía y pesadez. Lo único confrontante de ese momento fue encontrar aquel personaje que vendía bolsas en la esquina de porto alegre.

Con todo el caos del cuidado de sí y la psicología de miedo que nos han vendido en la pandemia, me acerqué con cuidado porque el hombre no tenía tapabocas; mi intención no era reprocharle el descuido en un tiempo tan complejo, lo que quería era entregarle lo que quedó del desayuno. Me acerqué y le dije: ¡Todo está limpio, no lo consumí porque me siento indispuesta! ¡Que lo disfrute! Su mirada y su respuesta me llenaron de una culpabilidad que hace mucho no sentía: ¡Tranquila, yo resuelvo todo!

En mi mente solo repasaba lo que dijo mientras seguía caminando: «yo resuelvo todo»… El tiempo, el tapabocas, la vida, el desayuno. Entre más llanto, seguí caminando ya con más pausa, solo yo, abrigada por la verdad que reveló el chocolate. Una verdad compleja porque llevaba cuatro años luchando contra el trastorno ansioso depresivo que me habían diagnosticado después de la muerte de mi abuela; no era fácil luchar contra esos demonios, en especial cuando te encierran. Estaba viviendo una ficcionalidad tenebrosa en la que deambulaba sola; esto sin perder de vista que un divorcio decidido desde comienzo de año, pero postergado por la cuarentena empieza a hacer meya.

En todo caso no era fácil lidiar con esta situación y ese día en particular todo se hizo más complicado. Después de media hora de caminata, llegué a casa. Aquel lugar era mejor en preguerra, pero era lo que había. Con tantas emociones y el cansancio de una relación a medio armar, me recosté en la cama con la mente en blanco. Era raro porque no pensaba en nada, no había un comienzo o un final, no había ideas o pensamientos; como si todo en mi mente se hubiera congelado.

¡No quería verlo! No quería escucharlo; me molestaba el hecho de volver a la escena que ya no recuerdo cómo empezó, pero que me impuso con su ego colonizante. No podía entender cómo hay circunstancias en que la naturaleza humana demanda una cantidad de carencias que son difíciles de complacer. Eso mismo pasaba con nuestro amor. Odiaba este drama que nos atravesaba, no me gustaba la forma en que él apretujó mi libertad en pro de la suya, me indignaba cómo había decidido por los dos. Despreciaba por completo convertirnos en el cliché de las parejas actuales: volátiles y líquidas.

Esta bifurcación que él había generado me alejaba del amor profundo que le sentía, me generaba mucha impotencia, solo quería vivir la convalecencia en la que me había dejado aquella discusión de una noche de enero en la que él soltó la bomba de separarnos sin filtro, de forma vil.

Llevaba una hora sin levantarme de la cama, en un entredicho de lo que pasaría, luchando contra el soliloquio egoísta que mantenía desde la mañana. Sin contenido de fondo, solo rondando ideas, obsesionada en seguir cavando el hueco en el que estaba. Cuando la pesadilla trastoca el sueño, me levanté diciendo: ¡Está por llegar!

Fui corriendo al baño y quité los restos de aquel accidente en la cafetería. Sin quererlo, estaba en frente del espejo desnuda, una con mi reflejo. Un reflejo imponente, cargado de verdad en cada orilla de mi desnudez. Me miraba y no podía entender cómo en un tiempo de recogimiento, en el que poca gente andaba por las calles, cuando no había vuelos o buses intermunicipales disponibles para devolverme a mi tierra, él y su idea de divorciarnos me arrojaban a mi suerte. entendí que nunca respeto el amor que le di, lo minimizó.

Seguía mirándome en el espejo por unos segundos más mientras las lágrimas me tomaron de nuevo. Era una escena paradójicamente erótica, porque las veía atravesarme de forma descarada; sentía que ese querer de mi interior me llenaba de consuelo. Ese lapso fue la bocanada de aíre que me permitió sacar la cabeza; vino a mí una profunda reconciliación con mi persona.

En ese instante en el que me vi siendo yo sin su sobra impertinente, una fuerza se apoderó de mí y con el valor necesario, recogí lo poco que quedaba, me elegí. Alisté mis maletas y me tomé unos minutos en ese espacio que había sido nuestro y que ahora solo sería de él. Me miré por última vez al espejo diciendo: esa mujer se lanza al vacío, devora la noche, esa mujer soy yo.

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