En la primera quincena de marzo de 2020 nos encontrábamos confinados en nuestros hogares en aislamiento social preventivo y obligatorio; si bien a nuestro pueblo tardaría en llegar el virus que amenaza nuestra especie, la pandemia se propagaba por el mundo como una mancha de aceite y empezaba a llegar al país. En esos días, más que la realidad palpable de un posible contagio, el peor fantasma que nos acechaba era la incertidumbre. De repente, debimos cambiar nuestras prácticas de trabajo, de estudio, y hasta de relacionarnos. La vida exterior era lineal e ingresaba a nuestras viviendas por el teléfono móvil.
En nuestro hogar, desde el comienzo fuimos obedientes. Salíamos sólo en vehículo, para extraer dinero del cajero y comprar lo esencial en los comercios de cercanía. De golpe y porrazo, las calles del pueblo estaban vacías. Con el tiempo nos acostumbraríamos a usar el barbijo, a respetar los protocolos de bioseguridad y nos iríamos adaptando a esta “nueva normalidad”.
Recuerdo las primeras salidas hasta el pueblo. Estacionábamos frente a la plaza. Yo iba hasta el cajero sucursal del Banco Provincia de Córdoba, que se encuentra a media cuadra de allí, y extraía rápidamente el dinero. Luego volvía y esperaba en el auto junto a mi niña; mientras mi marido iba a la farmacia a comprar alcohol; producto que se convertiría en uno de nuestros esenciales.
En ese entonces, todo era extraño, nuevo, peligroso.
Yo me quedaba melancólica, observando la plaza vacía. Según versa la historia de Tanti, la plaza 25 de mayo se creó en 1946, al contar con alrededor de 1500 habitantes, la comunidad encontró un punto de reunión con la creación de este lugar en un terreno triangular donado por la vecina Dolores Roldán, en la zona que hoy se considera céntrica.
Es de cemento con un mástil en el centro donde se iza la bandera en los actos protocolares. Es una típica plaza del ayuntamiento pensada para actividades del municipio. Como espacio de memoria tiene monumentos conmemorativos y placas recordatorias. Hay una escultura que simula ser una casa pozo con un comechingón y en un extremo un busto de un prócer de la guerra de Malvinas.
En uno de sus costados, del lado de afuera, en altura y mirando hacía la calle; se encuentran cuatro asientos de cemento semicirculares, los enmarcan estructuras de hierro verde que se encuentran esperando alguna enredadera. Mirando hacia el interior de la plaza, en ese mismo costado y en desnivel, se encuentran bancos de hormigón y una escalinata que hace las veces de grada. Es innecesariamente seca en un pequeño pueblo serrano. Sólo tiene pocos árboles, ninguno autóctono. El preferido de los niños se encuentra en el extremo derecho, su raíz se encuentra fuera del predio, no así, su copa. Es mediano, parecido a un Tilo. Tiene unas ramas bajas, ideales para trepar; parece invitar a jugar a todos los niños y niñas que acompañan a sus padres a los diferentes eventos.
¿Volveremos a habitarla? ¿volverán los distintos grupos a nuclearse en este emblemático lugar? ¿Seguirá siendo un terreno de disputa simbólica, un espacio de planteos adversos? En este espacio público, convergen diferentes prácticas sociales: eventos folclóricos tradicionales con desfile de gauchos, donde el propio intendente es jinete que participa del mismo; reuniones asamblearias, donde los y las vecinas más progresistas debaten sobre temas ambientales; hasta visibilización de debates nacionales como la despenalización del aborto.
En una de esas idas al pueblo me pasó algo extraordinario. Estamos con mi niña esperando en el auto, como de costumbre. Cuando de repente, nos encontramos bajando por las escalinatas para ingresar a la plaza, me doy vuelta y en lugar de nuestro vehículo veo un auto de los años cincuenta cero kilómetro.
“¿Qué pasó?” me pregunto.
Me desespero por entender, en ese momento, un señor con traje negro nos apura y nos indica ingresar:
—Vamos, vamos que ya está por empezar el concurso. ¿Están anotadas? —Pregunta observando nuestra ropa.
No entiendo y me dejo llevar.
Es verano, está atardeciendo. Al lado del mástil hay un escenario improvisado y está sonando una orquesta. Estoy en la plaza 25 de mayo, hay césped en el centro, un par de árboles. En los extremos se encuentra iluminada por unos faroles. No están las gradas, hay unas sillas de madera. Parece ser carnaval, obviamente estoy en otro tiempo.
Un centenar de personas de diversas edades bailan en pareja al ritmo de la música. Los niños y las niñas corren tirándose serpentinas, papel picado; los más osados tiran agua perfumada.”¡¡Esto sí que es una fiesta!!” me digo. Mica se va a jugar al carnaval con otros niños; a ella nada le sorprende, se integra y juega como una niña más, como lo suele hacer siempre en este mismo lugar; pero setenta años después.
Me distraigo, y la pierdo de vista:
—¡Mica! —grito, preocupada.
—¿Qué pasa, Má? ¿Por qué gritas?
Estaba en el auto, nuevamente; y mi marido ya regresaba con el alcohol.
—¿novedades? — Preguntó.
—No, nada
—Nada, sólo que mamá, me pegó un grito de la nada—dijo Mica—
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