“Al fin estaba en mis manos aquel tesoro que consideré más valioso que joyas y diamantes”.
Solo de esa manera podía verlo aquel joven enamorado.
Y ese desgarbado e iluso muchacho era yo.
Con mis brazos cruzados y mi barbilla apoyada en ellos, miraba fascinado el pequeño frasco. Nada llamativo: un envase de vidrio con una simple etiqueta escrita a mano que solo decía “Elixir de amor”.
Después de una ducha más larga de lo habitual, me vestí con mi mejor sonrisa y me paré frente al espejo, tomé con extremo cuidado el frasco y puse dos gotas detrás de mis oídos y muchas más cerca de mi corazón, mientras pensaba en esa chica que literalmente no me dejaba dormir.
Aspiré con profundidad ese olor embriagador y me sentí diferente. Me pareció que fui capaz de acomodar mi sombrero, el morral cruzado sobre mi pecho y el látigo cerca de mi correa.
Todo mi entorno parecía vibrar mientras me dirigía a la secundaria.
La brisa cálida de la mañana movía las ramas de los árboles con suavidad, las habituales bocinas del tráfico parecían haber enmudecido, y yo saludaba con inusual simpatía a todos los vecinos que se cruzaban en mi camino.
Apenas atravesé la entrada, divisé a mi diosa griega. Era como tener un radar, podía ubicarla casi con los ojos cerrados para acariciarla embobado desde la distancia.
Me dirigí resuelto a hablarle por primera vez. Pasé de largo sin siquiera saludar a mis amigos, los que incrédulos miraban hacía donde me dirigía.
El viento parecía susurrar a mis espaldas (era la mejor posición que había urdido en mi plan). Ella hablaba distraída con otras chicas.
―Ejem, Hola…
.
Cuando me hablaron de este sorprendente brebaje, imaginé que saldría en su búsqueda en un viaje lleno de aventuras al estilo Indiana jones, y al igual que él, debía mostrar mi valor y virtudes para ser merecedor de semejante poder. Sin embargo, todo fue más simple, me dieron una tarjeta con la dirección donde la vendían: El Persa Bio Bio.
Ubicado en el tradicional barrio Franklin se encuentra este gigantesco mercado de productos de segunda donde puedes encontrar todo lo que imagines.
Caminé por esas coloridas calles llenas de vida, de movimiento, de olores, de artistas callejeros y de caóticos gritos ofreciendo disfraces, herramientas, muebles, libros, mascotas, armaduras vikingas y un eterno etcétera.
Sería inútil describir la simpleza de su arquitectura, las calles de asfalto, o las farolas que le dan un aire romántico al atardecer. Nada de esto importa. Son la diversidad de las personas que confluyen en ese lugar las que lo transforman en un lugar mágico. Puedes encontrar desde un locatario sin el más mínimo atributo de la raza aria, orgulloso de vender objetos nazis. Amigos del fin de semana vendiendo chucherías en la acera esperando la tarde para compartir sus penas en el bar de la esquina. Encontrarás infinidad de vendedores de películas y música piratas atentos a la presencia policial para escapar con sus productos y esperar con paciencia a que se retiren para volver a instalarse en el mismo lugar.
Y no exagero cuando digo, todo lo que puedas imaginar, bueno, sí buscas uranio enriquecido, no lo encontrarás, pero todo lo demás, está ahí, esperando ser descubierto por un paciente y buen observador.
Como les decía, deambulé nervioso en medio de esa multitud sintiendo que todos esos desconocidos sabían con exactitud cuál era mi propósito.
Llegué a mi destino, un pequeño local de apariencia inofensiva de venta de antigüedades.
Una mujer de edad, que parecía ser parte del inventario, leía distraída una antediluviana revista de modas detrás de un escritorio atestado de cachivaches.
―Ejem…buenos días― Saludé casi en un murmullo.
La mujer me miró con detención de arriba abajo. Solo hizo un pequeño movimiento de cabeza.
Algo incómodo le mostré la tarjeta que me habían entregado.
Se acomodó los anteojos sobre su delgada nariz, y me miró con pena, luego sin decir palabras, se acercó a una de las repisas llenas de frascos en que se estaban macerando distintas hierbas. Cogió uno, lo limpió con aspereza para sacarle el polvo acumulado.
―Son $50.000― Dijo mientras me observaba con detención.
Tragué saliva y mi mano ansiosa, al igual que hábil político, se introdujo en mi bolsillo para asaltar sin misericordia, el ahorro de varios meses.
Saque un montón de billetes arrugados y sin vacilar entregué mi pequeña fortuna a cambio del codiciado envase.
― ¿Crees en el poder de este perfume?― Me preguntó, mientras seguía observándome.
―Bueno…espero que tenga las propiedades… que me aseguraron que tenía―respondí inseguro.
La mujer insistía en esa mirada que ya empezaba a incomodarme.
Luego su rostro pareció enternecerse.
―El perfume en sí, no contiene ningún poder extraordinario, pues le falta un ingrediente.
Se produjo un silencio.
― ¿Qué es lo más poderoso que existe en este mundo?―Preguntó.
Levanté mis hombros sin saber que responder.
La mujer se acercó. Puso su dedo lleno de anillos en mi corazón.
― El amor, mi joven enamorado, es la fuerza más poderosa del mundo.
El frasco que tienes en tus manos contiene solo un perfume barato, pero ese sentimiento que bulle dentro de tu corazón puede convertirlo en un verdadero elixir de amor.
Debes ponerte un par de gotitas en tu cuerpo y cuando lo hagas, debes pensar en esa mujer, y dejar que fluya sin restricciones lo que sientes por ella.
Agradecí con devoción la sabiduría ancestral que compartía esta extraña mujer.
Me despedí con un gesto y una pequeña sonrisa.
Al llegar a la puerta de salida escuché nuevamente su voz.
―También tengo marihuana si lo deseas.
.
Han pasado varios años desde que aquel cándido muchacho salió en busca del amor.
Hoy las restricciones por la pandemia han disminuido, puedo volver a encantarme con las periódicas visitas al persa Bio Bio.
Finalmente debo confesar que el elixir de amor nunca funcionó, aunque no todo terminó mal. El frasco aún está, ya sin perfume, solo con buena hierba…y una gastada etiqueta de Indiana Jones.
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