234 días. Los he estado contando uno a uno, con sus noches. No pensé que me iba a afectar de este modo tan extraño. La vida patas para arriba. No, mi vida de cabeza y a la rastra. Ahora, justa y literalmente, a la rastra. Camino por el parque intentando respirar un poco de aire, tensando la correa y esquivando a los runners y las bicis. Todos enmascarados, infelices. A pesar del sol y la temperatura templada de la primavera porteña.

Al principio, creí que iba a ser cuestión de semanas, a lo sumo un mes. Encerrarme. Un poco más, qué más da. Ya vivo encerrada en mis pensamientos y en mi rutina perpetua de un ir y venir del laburo, sin prestar atención a nada más que el saldo de mi cuenta bancaria (rojo bermellón), las facturas a pagar, la comida, los quehaceres de la casa, el perro y el niño . Todo eso y en ese orden. «Tenés que revisar tus prioridades», es la cantinela que le escucho repetir a mi vieja, martillándome el cerebro con esa persistencia que me desquicia.

¿Revisar qué? Si no trabajo no hay guita; sin plata no se paga el alquiler ni se come ni hay Skip que celebre el amor por tu ropa y la deje limpita y desinfectada. Tampoco hay zapatillas nuevas para el pibe que en pleno confinamiento tuvo la desgraciada idea de permitir que sus pies crecieran. ¡Y yo en videollamada con el pediatra porque le dolía el dedo gordo!

―¿Mami, no probó con un número más de calzado? ―me dijo con cinismo. Me hizo sentir como una reverenda boluda. Pude verlo en sus ojos que me gritaban «flor de boluda, mami» ; detrás de ese tapabocas imaginé su sonrisa burlona.

Bordeamos la avenida Parque Goyeneche con paso firme; de vez en cuando me apuran y casi troto. Debo dejar de fumar. Urgente.

Ser madre no es fácil, pero ser mami confinada es insalubre. Ja. Ahora parezco mi vieja, victimizándome por los esfuerzos que tengo que hacer por el nene.

―Con todos los sacrificios que hice por vos, me tratás así. Ni un whatsapp, ni un mensajito de voz. Nunca un, ¿mamá, estás bien? Claro, me puedo morir o… ¡peor! ¡Me agarra ese corona bicho y vos ni te enterás!

Claro que me enteraría. Vive en el piso de arriba. Escucharía sus lamentos o vendría el portero y me diría «mire, doñita, no quiero pecar de metido pero su viejita no anda bien.» Viejo metiche. Al fin y al cabo no pedí nacer. Bueno, Ramiro tampoco.

―Mamá, apurate.

La voz del crío me crispa. Pobrecito, no tiene la culpa pero hay momentos en que no lo aguanto. Por ejemplo, cuando intenta conectarse al zoom y seguir las consignas de sus clases virtuales. En la pantalla aparece Moni. Qué mona, Moni:

―Mañana es el día de la bandera, así que vamos a hacer un collage con granitos de arroz, los pintamos de celeste para hacer las franjas de arriba y abajo. Para la franja blanca usamos azúcar. El sol es una tapa de tarro de mermelada. El jueves me lo muestran, ¿sí?

Entonces, Ramiro enchastra la mesa del comedor con cola vinílica y hace un menjunje de arroz y azúcar. Y yo pienso en el precio del arroz y en la inflación que no para.

―El sol, mami, me falta el sol.

A mí también, hijo, ni me lo digas. Aún así, salgo y compro una mermelada y entonces tengo un frasco abierto en la heladera y un agujero abierto en mi presupuesto.

―Son $155 pesos― me dice el cajero del Día.

―Pero, si costaba $110…

―Antes de la pandemia. ―Debe haber visto mi cara de espanto, acota. ―Es de frutos rojos, la más cara, señora. Si no, compre la de envase de plástico que está de oferta.

No, esta es la que le gusta a Rami. Además la de plástico… no tiene sol, quiero explicarle, pero ni modo. Parece que el derecho al sol hay que pagarlo y con creces.

Nos detenemos frente al bebedero. Rami me mira con su carita acalorada semioculta detrás de su mascarilla de Darth Vader. Niego con la cabeza, rebusco en mi bolso y saco el alcohol en gel y la cantimplora de Star Wars, la desinfecto y se la alcanzo.

―Tomá, Luke.

―Pero si soy Darth Vader, mami, ¿no ves? ―Me dice agitando su máscara por el aire.―Yo soy tu padre― remata entre risas.

Yo no me río. Me niego a que sea Vader; ese es su padre. El mismo que le regaló esa máscara ridícula, el mismo que alguna vez fue mi Anakin y yo, su Padme. Hasta que se pasó al Lado Oscuro y nos dejó por otra a la que suelo llamar Palpatine, para que Rami no sepa que hablo de ella.

―Bueno, sos un Skywalker, de todas formas― respondo mientras guardo la cantimplora y le desinfecto por enésima vez sus manitos de guerrero intergaláctico que sale corriendo con un «no me atrapás» desprendido de su garganta y la cabeza de Vader en un puño.

Siento la correa tensarse. El perro mira hacia los juegos cerrados con una faja que dice prohibido, vigilando atento los pasos de Rami. Nos acercamos y trato de hacerle entender que no, que no se puede, que puede haber bichitos, que no quiero que se enferme.

Rami me mira de arriba abajo y se coloca la máscara.

―Soy un jedi. Los jedis no le tenemos miedo a nada―me dice con voz impostada. Me pide el gel y embadurna el asiento  y las cadenas; se trepa a la hamaca y gira su cabecita buscándome.

Siento a Mancha ladrar mientras suelto la correa para poder empujar a Rami y así darle el envión necesario para que pueda volar alto.

Mi Skywalker ríe, mientras apunta sus zapatillitas nuevas hacia el cielo. Detrás de mi mascarilla sonrío, a pesar de todo, y lo único que se me ocurre decirle es que la fuerza te acompañe.

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