Pareto – Alameda – Providencia

Pareto – Alameda – Providencia

RACBastias

20/11/2020

Siempre me lo encontraba de camino al trabajo, en el tiempo en que tenía un trabajo estable y una remuneración que rayaba en la decencia, claro. – Encantado de conocerlo señor, mi nombre es Lucas, Lucas Paredes – dijo el día que me decidí a hablar con él, mientras estrechaba mi mano entre las suyas. – Usted es la primera persona que nota mi presencia el día de hoy.

– ¿Tiene mascarilla, don Lucas? Si quiere le puedo convidar, tengo algunas de reserva.

– Le agradezco hijo, pero no hace falta, a los viejos como yo el virus no nos busca aunque lo estemos esperando.

– No diga tonteras amigo. Le voy a dejar una en su bolsillo, mire que tiene que cuidarse, va en serio esto de la pandemia.

Saqué una de mi bolso y la guardé en el bolsillo de ese traje negro que usaba a diario, invierno y verano, según sus propias palabras. Pensé en que quizás la palabra «mire» no había sido del todo acertada, considerando que su vista parecía haberlo abandonado antes de tiempo. De todas maneras pareció no notarlo y sonrió. Me dio las gracias y comenzó a cantar nuevamente al poco público presente. La pandemia había enviado a muchos a sus casas, excepto a mí. En ese entonces, de cada diez entrevistados, ocho habían perdido su empleo.

Las cuarentenas comenzaron en Marzo, casi a mediados de mes. Para inicios de Junio ya me había quedado sin empleo, por lo que seguramente la última vez que conversamos fue a mediados de Mayo. No había muchas personas en la calle y mucho menos usando el metro (atrás habían quedado esos tiempos donde ocho personas compartían un metro cuadrado). El permiso que otorgaba la policía para volver a casa era válido por dos horas y mi trayecto no demoraba más de 25 minutos. Compré dos café y le llevé uno; sabía que estaría allí incluso antes de verlo al doblar la esquina.

– Para qué se molestó señor – me dijo, avergonzado de recibir algo tan simple como un café.

– ¿Qué hace aquí don Lucas? ¿No tiene un hogar donde llegar?

– Mi hogar es justo aquí, hijo. Antes, cuando trabajaba igual que usted, tenía una esposa y un hijo, pero de eso ya han pasado muchos años. La cesantía es capaz de quitártelo todo si te pilla mal parado. Yo solía ser profesor pero una enfermedad me sacó de la sala, luego del colegio y finalmente me corrió de mi casa. Y es que en este país, si no tienes como pagar tu salud o la educación, no tienes derecho a recibirlas.

Me contó que trabajaba enseñando Historia y Ciencias Sociales en una escuela para alumnos vulnerables; niños cuyos padres eran alcohólicos o drogadictos, que muchas veces iban al colegio solo por la comida que se les daba. En cada curso que rondaba las veinte matrículas, solo cuatro terminaban el colegio a fin de año, el resto desertaba por la necesidad de trabajar, por aburrimiento, o porque se iban de sus casas, muchas veces aburridos de los malos tratos, encontrando en la droga y malas amistades las respuestas a sus preguntas. 

Uno de sus alumnos, Jonathan, le había dicho una vez: Pa que se esfuerza tanto profe si nosotros no servimos pa na, vamo a dejar tirao el colegio porque tenimo que comer y aqui no aprendimos na, además que nunca van a cambiar las cosa pa losotro, siempre a sio así

Lucas, con una voz que mezclaba rabia con nostalgia, dijo que le encontraba razón, que las cosas probablemente seguirán así, pero mientras los tuvo por alumnos trató de que creyeran en si mismos diciéndoles que podían conseguir doblegar al destino, aunque la historia dijera otra cosa.

– Al Jonathan lo vi cuando empezaron las marchas, aquí mismo. Lo reconocí cuando se sacó la capucha para tomar agua. La cicatriz que le había dejado la hebilla del cinturón de su papá en la mejilla izquierda no había sanado. Había crecido un poco pero mantenía esa mirada de niño en sus ojos. Para mi sorpresa me reconoció, y cuando le pregunté por qué marchaba me respondió que junto a sus amigos vieron salir mucha gente a las calles peleando por un futuro mejor, que cuando los policías venían a dispararles pensando que eran unos delincuentes, los protegieron. Dijo que se sumaron a la causa porque, por primera vez sentían que podían pertenecer a algo, que ojalá estas marchas no terminaran nunca porque cuando todos se iban a sus casas, volvían a quedarse solos. Después de eso lo vi en algunas marchas, siempre pasaba a saludarme. Murió hace una semana, el virus lo mató; es que fumaba mucho y seguro sus pulmones no estaban bien. La policía lo envolvió en un nylon y se lo llevó, como si fuese basura. Yo lo ví, y eso que casi no veo.

A veces pienso en todo lo que me dijo Lucas y en la ley de Pareto, que es increíble todas las aplicaciones que puede tener. Mientras en los hospitales públicos hay 32 personas que son atendidas en el pasillo, esperando por una camilla mientras se mueren en una silla, en una clínica privada hay ocho pacientes en salas privadas, recibiendo una atención digna. Lo mismo ocurre con la educación y con las oportunidades, donde la élite se queda con las grandes opciones mientras los plebeyos han de pelearse los pocos cupos disponibles.

Lucas terminó en la calle no por gusto, no por adicto, sino por pertenecer a ese porcentaje de la población que no podía permitirse una vida digna. El virus nunca lo encontró, sino que fue finalmente otro ser humano el que se lo cargó. Llegó de urgencias al hospital central pero no había mucho que hacer. Fue una hoja de acero lo que al final perforó sus pulmones, no el virus asiático. 

Las historias reales, las fantásticas y las de terror ocurren en las calles, están cargadas de vida y muerte, pero sobretodo de nombres. El eje central Alameda – Providencia conoce muchas y estas son solo algunas de ellas.

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