Lo único que lo cobijaba era la luz de la luna que descendía desde los escalones de aquel puente, un grito profundo se escuchó desde la funeraria de enfrente mientras aquel hombre de barba larga y harapos sucios recordaba la trayectoria de su vida. Hace ya setenta años que había llegado a aquella ciudad, lo acompañaba su María, una hermosa muchacha de piel morena y ojos negros. Juntos tenían en mente abrir una sastrería en aquella ciudad altense. Anhelaba una vida y un futuro de bien, pues María estaba encinta. María, su hermosa María, el vientre abultado de seis meses la hacia parecer más hermosa. 

Una lagrima rodó por su mejilla mientras los recuerdos ascendían a la lucidez de su memoria. Hace setenta años que su María también había partido al sueño eterno. ¡Que desgracia! Ni el niño ni ella lograron conocer la sastrería, es más, ni él mismo logro conocerla, pues desde que su María cerro sus ojos al sueño eterno, él entregó sus votos matrimoniales al agrio sabor del licor.  Si tan solo hubiera ido él por el trago. ¡El maldito trago! Tan agrio y dulce a la vez. Sí, él era el más  culpable.

Sus tullidos dedos se estiraron para tocar las pulidas piedras de aquel camino, los carruajes las habían alisado hasta dejarlas deslumbrantes. Fue en esa misma calle, bajo aquel mismo puente, aquel puente que había sido testigo de dichas y desdichas, aquel que guardaba bajo su piedras los incontables secretos de la sexta calle del barrio de San Sebastián. 

¡Maldito carruaje! ¡Maldito trago! ¡Y malditas ansias! Aquellas ansias de celebrar un nuevo comienzo, las mismas ansias que le quitaron a su amada María. Ellos son los culpables de aquella desgracia; los culpables de teñir de carmesí a las piedras pulidas, los culpables de no dejarle ser aquel padre que nunca tuvo.  

Sus oscuros ojos se alzaron hacia la luna que lo alumbraba, era la misma, grande y gloriosa ¡que hermosa era, que hermosa es! 

Ahora su luz es lo único que lo consuela, pues ella fue testigo de aquella tragedia. Estuvo ahí, observándolo todo desde las alturas, inmaculada y rodeada de halos de luz plateada. Sí, ella también se lamentaba. 

Setenta años después el recuerdo de la luz tenue que iluminaba su rostro aún atormentaba sus noches. Aún recordaba su mirada triste, aún recordaba su dolor y sobre todo sus ultimas palabras «siempre estaré contigo, pues nuestro amor es eterno». 

Tenía razón, su amor fue eterno pues desde que ella partió para morar junto al creador, él vagó por todas las calles de Xelajú, adormecido sus desdichas con el agrio consuelo del trago. Por las mañanas lo veían durmiendo a los pies del templo del Espíritu Santo y por las tardes se sentaba en los graderíos del gran teatro municipal, pidiendo limosna o algo para comer. 

Sus harapos sucios reflejaban su desdicha y sus acongojados ojos su tristeza.  En las tertulias de domingo aveces se mencionaba que aquél hombre estaba demente o que simplemente había sido víctima de algún maleficio, pero nadie imaginaba su cruel realidad. 

Un suspiro recorrió su pecho mientras la luz lunar bañaba a todo su ser. De pronto en las alturas, sobre aquel puente, logro divisar  a una figura diáfana «es un ángel» pensó, mientras sus ojos emitían un brillo que desde hace tiempo no hacían. Su corazón recordó su vigor y sus labios volvieron a expresar felicidad. No podía creerlo, desde las alturas observó a su amada, a su hermosa María, rodeada por halos y coronada de estrellas. Fascinado observó sus hermosos ojos, mientras sus dulces labios pronunciaban palabras que él jamas pensó volver a escuchar «ven a mí, amado mío».

Poco a poco sus endebles dedos recordaron sus fuerzas y sus piernas su rigidez.  Con impaciencia se colocó de pie para subir aquellos escalones, 10 peldaños de piedra caliza que lo separaban de su amada. 

– Mi maría, mi dulce María, ¡cuanto te he extrañado!- sus recuerdos iluminaban su memoria, recordó cuando la conoció, su primer beso, sus nupcias, su vida, toda su vida. Cada paso que daba era frío como el hielo, pero a él no le importaba,  él quería estar con ella, quería sentir su reconfortante presencia, quería tocar su angelical tez y sentir sus embriagantes labios una vez más. 

Uno a uno los escalones fueron disminuyendo ¡una odisea de dolor! Pero no importaba pues ella estaría con él. Al llegar a la cima ella extendió sus brazos como alas angelicales y lo abrazó, reconfortandolo de su dolor. Su mirada conecto con la de ella y en un momento incitante fundieron sus rostros en un beso apasionante. Mientras,  la luz tenue de luna cubría su cuerpo y de su rostro una última sonrisa se observaba. 

Fotografías: 

Andrea Torselli

Sergio L. Fuentes A.

Visitguatemaya

Musica: Noche de luna entre ruinas, Mariano Valverde 

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