«Las huellas de la calle esperaban ser pisadas y el aire ya no sabía hacia dónde soplar para llamar la atención.
Los charcos se secaban sin ser saltados mientras la vida pasaba guardada en un cajón.
María miraba desde su ventana ese columpio que tanto movió.
– Mamá, el parque está triste… – decía con su lengua de trapo.
Y así pasó un día y otro día».
-Abuela, cuéntamelo otra vez
Rocío siempre pide el mismo cuento a su abuela María. Tiene cuatro años y no entiende porqué su abuela no pudo jugar en el parque durante una buena temporada cuando era niña.
María estuvo meses sin poder columpiarse. Por suerte en casa tenía una habitación amplia en la que, desmontando las camas que ponían para dormir por la noche, su padre le ponía un pequeño tobogán por el que subía y bajaba mil veces al día.
Era muy pequeña cuando el coronavirus llegó a su vida y muchos pensaron que por eso no se daría cuenta pero sí lo hacía. María se agobiaba entre esas cuatro paredes encerrada todo el día, sin balcón por el que poder ver la calle ni patio en el que poder correr. A veces tenía rabietas causadas por el cansancio y la desesperación que ocasionaba estar encerrada, el bicho estaba fuera pero ella sólo quería jugar en el parque.
Aún hoy, a María se le humedecen los ojos cuando cuenta esa historia, siendo consciente de adulta por lo que ella y su familia y todas las familias del mundo, pasaron por culpa de un virus.
Vive en un casita con jardín donde su nieta puede saltar y reir sin miedo y sin pausa, donde el sol entra sin llamar y la lluvia moja el columpio en el que, a sus 46 años, se balancea todos los días como si fuera un ritual.
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