DE ELLA.

Vivíamos en la calle de la Sangre. Mi padre idolatraba ebrio ese nombre, desangrándonos a mí y a mi madre todos los días. Cuando llegaba con su aliento de vino rancio, comenzaba una nueva batalla  del Ebro. La esposa era sirvienta y puta, debiendo ejercer como tal: la cena caliente en la mesa y las piernas abiertas de par en par en la cama. Yo, su única hija, “la hija de puta” me llamaba, debía darle un beso, tornado lascivo al pasar los años. Revelarnos vestía de luto y excesivo maquillaje a una, de aislamiento del colegio a la otra. Nadie escuchaba la violencia en nuestro inhóspito edificio. Tampoco lo hacían los exiguos viandantes de la zona encajonada de la calle, tan lúgubre como nuestras vidas. Las aceras eran sordas, desmemoriadas. Un mal golpe mató  a mi madre, no así a la boyante prostituta desinhibida, dejándome a su merced. Mis gritos fueron un murmullo a la vuelta de la esquina, un rumor en los portales aledaños, el silencio desinteresado en las alcobas. El paracetamol calmó el dolor, mas el asco a su masculinidad imprimó mis carnes.

Peatonalizaron mi calle de la amargura, aprovechando a desconfinarme, a huir entre el lustre del granito y los curiosos. Me adentré en desalumbrados callejones, en la soledad de viviendas vacías, okupé a imagen y semejanza paterna. Mendigué, estudié las miradas, trabajé las mías, al tiempo que mi cuerpo se moldeaba al compás del frío. Olvidar era un libro, prologado con licores, de capítulos fumados, inyectados, esnifados… con un final impredecible y una contraportada insinuante… me deshice  de tres cuartos de  pseudónimo  hogareño… me hice puta o me hicieron. Merodeaba mi antigua calle, propagando el virus de mis heridas. Me apostaba en las sombras de la travesía del Ángel, orinaba en el Segundo callejón de la Sangre, marcando el territorio para mis servicios express. Me ornamentaba con sombra de ojos, carmín burdeos, cuero de pega ceñido, escote sugerente, tabaco contrabandista… alisaba mi cabello rojizo. Las colillas delimitaban mi escaparate. Con el primer cliente medicaba mi cerebro. Con el segundo me enamoraba. En adelante a volar.

Los hombres tienen un cromosoma de perro, atienden a un silbido, a un “chisteo”. Adivino sus pisadas por la Avenida Generalidad o entre las columnas de la Plaza Constitución. Entrada la noche solo hay dos clases, los que vuelven y los que no saben adónde van. Camina despacio, me acercó a la esquina, le siseo, vuelve la mirada, suelto una bocanada que me difumina. Pasa de largo. Cuento, uno, dos, tres,… retrocede, es precoz. Pregunto:

-¿Quieres?

Le ofrezco una calada, a la vez que me abro medio bolero, mostrando la mercancía. Me interroga por mis tarifas. Su acento se entrecorta, tartamudea. Lo prefiero será un visto y no visto. El callejón no entra en sus planes; yo odio ser penetrada, si no voy colocada. Ni casa, ni hotel, no me deja alternativas. Siempre guardo una baza, una terraza con vistas por encima de mi camello para estas ocasiones. Le sumerjo en los adoquines que llevan a los confesionarios, a la virginidad, pero el pecado se ejercita a mitad de camino. Abro el portal, me paga un completo. Se cobra un plazo, le prohibo con embrujada picardía. Las escaleras avisan de nuestra presencia, crujen, las mirillas espían la lujuria. Una pausa en el cuarto, necesito un tiro. Me excuso en una pretendida indagación de cama y bidé. Pillo medio gramo en pleno combate entre madame y proxeneta. Accedemos al tejado. Es un cerdo, ha baboseado el trayecto de peldaños temblorosos con el baile de mis caderas, hierve excitado. Concentro mi ropa en el vientre. Me muestra sus camuflados atributos. Se vuelve extrovertido, rehúyo su boca. Sus manos se presentan, no son bienvenidas. Me pongo en cuclillas, necesito la coca, apesta a rancia urea. Protesto, me niego, reclama el justiprecio, el suelo está frío, rompo el trato. Los gritos maternos bajocubierta le apresuran. De pie, me masturbo para él; le consuelo con dos dedos haciendo una pinza. Con fuerza machista me doblega, apretó los dientes, los labios, repelo su orgasmo. El monumento sobre el río me vitorea. Mi venganza se orina en sus raíces. Lanza un manotazo, lo esquivo con un grito llamando a mi progenitor. Huye como un diablo, me preparo una raya, continua o discontinua, no importa, no hago la calle, vuelo sobre los tejados.

DE EL.

Yo no vuelo, huyo de mi mismo, de un plasma que no es mío, pero vivo confinado en la calle de la Sangre y me restrinjo ahogándome en los bares de la avenida. Sorteo algunas baldosas de las aceras, las movidas, las desniveladas, las fugadas. Alargo mi ruta, nunca he cruzado el Puente del Estado, las lluvias torrenciales de la Ribera, amenazan un desbordamiento. Me provoca una letra repetitiva. Recapacito, mi lascivia se confiesa. Le triplico la edad, viejo coleccionista de sexo domesticado. La sigo por unas callejas donde cada sombra es la morada de una farola fundida. La arrodillaría sumisa, tirando con mi anzuelo de sus cabellos pelirrojos. El portal de medio punto se desvencija con nuestra entrada, contagiado de la corriente cercana. Cerramos el trato, azoto mi compra. Subo tras ella, acalorándome un grado por escalón. Hacemos un alto, no hay habitación, alquilan alboroto, ecos sanguinolentos del pasado. Una planta más, buenas vistas, luces emergentes. Sin testigos aparentes preparo una batalla, frente a un águila que no me intimida. Me muestra la mercancía, juventud maltrecha. No me besa, me niega el tacto. Se humilla ante a mí, es un farol. Reclamo el contrato. Deseo invadirla por la fuerza, vacunarla con mis entrañas. Tiene carácter, otra negativa. Le doy asco, alienta mi indiferencia. Vociferan hacia nosotros peldaños abajo, nos cronometran. Mi hombría la somete, enfrentándola a mi apéndice. No es tan puta, pero la hija de puta conoce a su papá. Tras mearse en mis zapatos y no alcanzarla con una bofetada, pide su auxilio. Las calles gritan. El Ebro se desborda. Bajo las escaleras encolerizado. Salgo… me arrastra la corriente.

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