Las dos miradas

Las dos miradas

No me llamó ni Martincito, ni Tincho, sino Martín. Y esto que parece no decir demasiado, es la señal que me avisa de alguna cagada que salió a la luz y debo preparar una buena explicación. Para colmo, ahora no recuerdo una macana reciente; y la última vez que me llamó así, fue hace unos meses atrás, cuando en el campito de la esquina, le di ese puntinazo a la pelota de Mingo.

Me acuerdo como si fuera hoy, un viento asqueroso ese día. Se armaban remolinos de tierra, no quiero exagerar, pero parecían mini-tornados. Yo le expliqué a mi mamá que no era mi culpa, que la culpa la tuvo el Nutria —Así le decíamos a Rubén, por los dientes— él empezó con las cargadas sabiendo que yo había errado un penal parecido el día anterior; de esos imposibles. No es que yo sea Maradona pateando, sino porque el arquero había sido el Rulo —algo así como poner una estatua en el arco—, pero justo la agarré mordida y me salió una masita. Y como esa tarde —la tarde de la cagada—, Mingo justo avisó que tenía que irse, Baldo desde el fondo gritó: «¡el que mete el gol gana!», y apenas terminó de decirlo, vino la mano adentro el área de Javito que defendía para ellos. Se armó un flor de quilombo. Que era mano contra el cuerpo; que estaba afuera del área y que se yo cuantas excusas, pero Mingo cobró penal y se tuvieron que callar. 

Esta vez atajaba el Nutria, que andaba con el chiste fácil, «¡sacate las pantuflas antes de patear!» y otras pavadas que no recuerdo. Una calentura me brotó desde la nuca de solo oírlo. Las orejas me quemaban y lo miré con bronca, mejor dicho, con odio. Sentía el viento que me empujaba por la espalda. Lo miré, lo vi mal parado —recostado sobre la derecha— y la tierra en el aire le obligaba a entrecerrar los ojos. Acomodé la pelota, tomé unos cinco pasos. Comencé la carrera con los dientes y puños apretados; le sacudí un zurdazo y la agarré con la punta del botín. Salió un balinazo que se metió justo donde tejen las arañas y el Nutria ni la vio. Cuando me preparé para desatar mi festejo de venganza, la sonrisa se me fue borrando al ver la trayectoria de la pelota, copiar la forma de una banana; y por más que hiciera fuerza con los ojos o con todo el cuerpo, fue directo a la ventana del viejo Corbalán.  

Por suerte no rompí ningún vidrio; aunque fue una suerte a medias porque paso algo peor. La pelota entró silbando por la ventana, que estaba abierta de par en par, porque justo al viejo se le habrá ocurrido ventilar la casa o vaya a saber por qué la tenía así, con tanta mala suerte, que impactó en el jarrón de Estercita —así le decía él—. Pero no le decía así porque el jarrón fuese de su esposa, sino, porque era un regalo traído de afuera y en su interior descansaban las cenizas de Doña Ester, que terminaron esparciéndose vaya a saber por dónde con semejante ventarrón. Nosotros, al escuchar el estallido de algo romperse, sin saber que era exactamente, nos alzamos a la mierda como cuando rompíamos el foco del alumbrado público a gomerazos, o cuando Catalina, nos descubría robando mandarinas colgados del tapial. El único que quedo parado en medio de la cancha fue Mingo, que no quería perder su pelota.

«Dejala Mingo, otro día la venimos a buscar, vamos antes que salga el viejo» —le dije, para que mi acto cobarde no me cargue tanta culpa.

Uno lo piensa ahora en frío y analiza: ‘¿Cómo lo pudimos dejar solo a Mingo?’ , pero que se le va a hacer… si la pelota ya estaba en las últimas. Era un huevo de gajos gastado, que entre las costuras se asomaba la cámara. Pero lo que no pude saber en ese momento, era que Mingo, en esas ganas ciegas por querer recuperarla, hizo lo que cualquier chico de once años habría hecho en su lugar… me entregó al mejor estilo Judas después que el viejo Corbalán, volvió del almacén y lo encontró hurgando en su casa. Después de eso y tras notar lo del jarrón, no le quedó otra que limpiar su nombre y justificar el hecho de meterse a una casa ajena sin permiso.

A la hora, más o menos, sentí que golpeaban la puerta. El grito me llegó como un sopapo. Era un grito parecido al que acabo de escuchar recién, con el mismo tono: «¡¡Martííín!!», pero sonaba más a una ‘e’ «Marteeen», gritó desde la puerta mi mamá y salí de mi pieza con las manos en la espalda. Llegué a la puerta y lo vi parado al viejo Corbalán con una mirada que creí conocer. Parecida a la del día anterior, la que traje después de errar ese penal casi imposible. Una mirada apagada y creí reconocer su angustia. No estaba ahí para reclamar un jarrón nuevo, solo se apareció para decirme sin palabras, que había roto algo mucho más delicado, más personal e irreparable. A mostrarme como mi descuido, había desaparecido para siempre el objeto que lo conectaba con su esposa. Ese que lograba de alguna forma, que ella siga presente en esa casa o en su cabeza y no supe retrucar tal situación. Porque si me hubiese culpado apenas me tuvo enfrente, con un enojo razonable después de lo que hice, hubiera podido desviar la acusación. Echarle la culpa al viento o alguno de los chicos o que la pelota era ovalada; pero ante ese silencio que no esperaba, ante ese gesto vacío, no podía hacer nada más que quedarme parado mirando algo que no había visto hasta ese día: ver un hombre mayor, llorar con lágrimas de un niño, mientras me mostraba pedazos del jarrón que traía en sus manos huesudas y así, sin decirme ni una sola palabra, dio media vuelta y se fue caminando.

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