Peligro mortal en la fría tormenta nocturna

Peligro mortal en la fría tormenta nocturna

  Encerrado en mi recámara, con mis dos perritos y gatito, cómodamente recostado sobre mi cama pienso en la llamada telefónica que recién me hizo un ex compañero del Club de escritura Fuentetaja en la cuál me invitaba a regresar a las andadas y a seguir publicando mis curiosas historias, según dijo, «tan propias de mi estilo» pese a que nunca llego ni a la segunda ronda de lecturas del jurado. Argumentaba que llevo más de treinta mil lecturas aunque no mencionó en cuánto tiempo ni en cuántas publicaciones. Por pura curiosidad encendí mi computadora para ver qué convocatorias hay abiertas, «quizá alguna se me antoje», pensé. Encontré esta quinta edición de historias de la calle, ipso facto recordé la vieja anécdota que solía contar mi mamá sobre su muy peculiar primer encuentro con una mujer de lo que antes solía mal llamarse «de la vida alegre» o «de la vida galante».

 Aquella negra noche de octubre de mil novecientos sesenta, cuando yo apenas contaba con siete meses de edad, y dormía plácidamente en mi hechiza cuna, era azotada por una feroz tormenta con grueso granizo incluido. Sucedió que bajo el diminuto «techito» que escasamente proporciona  la marquesina del lúgubre y deprimente Teatro Ofelia de la Ciudad de México, ubicado en la calle Thiers 287, esquina con la avenida Ejército Nacional, colonia Anzures, se hallaba mi por aquél entonces jovencita y extremadamente inocente madre quien se moría de frío pero también de curiosidad. 

  

A unos cuantos pasos de esa chiquilla inexperta, friolenta y curiosa, se encontraba una fémina bastante mal encarada, ya  con algunos años sobre sí. Tenía los pechos notoriamente descubiertos, algo arrugados, y artificiosamente levantados. ¡Qué barbaridad! Pensaba en silencio, con esta tormenta inclemente y semejante viento no le da ni tantito frío. Su curiosidad aumentaba cuando los autos se acercaban bajando su velocidad hasta hacer alto total y entreabriendo la ventanilla derecha, la dama en cuestión inmediatamente pegaba veloz carrera hacia el vehículo recién llegado importándole un bledo la tormenta, el, granizo, las ráfagas de viento y el frío pero en vez de abordarlo para guarecerse se agachaba sobre la ventanilla entreabierta y se ponía a hablar con el conductor largo y tendido. Éste, a su vez, estiraba el cuello hacia atrás para ver mejor a mi madre prácticamente ignorando a la vieja prostituta. Finalmente el chófer cerraba su ventanilla y arrancaba. La escena se repitió algunas veces mientras la curiosidad de esa jovencita, hija única de dos padres bastante mayores de edad y educada con las monjas del Colegio Francés iba en aumento.

Para qué les cuento, mis cuatro y medio amables lectores, que la susodicha fulana la veía con ojos de odio infinito, si sus ojos hubiesen sido pistolas mi madre habría caído acribillada de inmediato. Y así, hasta que en una de esas que el conductor del auto fue mucho más descarado cayó en cuenta de lo que se trataba y se volteó muy indignada. Afortunadamente en esa ocasión la oferente, tras mucho insistir y enseñar, agarró cliente y subió al coche. De no haber sido así vayan ustedes a saber lo que podría haber ocurrido pues según narraba mi madre la otra metía reiteradamente, casi de forma compulsiva, la mano derecha a su enorme y descarapelada bolsa. 

La cuchilla en cuestión aún hoy en día es aislada, solitaria, semi oscura y peligrosa, especialmente de noche, con tráfico vehicular más o menos regular pero sin prácticamente ninguno peatonal.

Cuando le contó a mi no menos joven padre lo sucedido él se puso frenético, presa de los nervios la regañó haciendo reiteradas alusiones a los terribles peligros que corrió. – «Esas mujeres son extremadamente peligrosas, pudo haberte matado, o cuando menos causado serios daños y segurito que ganas no le faltaron. Sobre todo si ya está entrada en años porque sintió que le estabas arrebatando el negocio y no tenía forma de competir contra ti». A mi madre la cabeza no paraba de darle vueltas, suspiraba por una aspirina. Apenas podía comprender lo sucedido pues siempre fue una niña muy cuidada en casa, quizá exageradamente cuidada en casa y sin contacto alguno con los peligros de la calle. Nunca se le permitió salir a jugar a la misma, «para eso tienes tu casa y un pequeño jardín», le decían mis abuelitos y tías abuelas, no menos mayores que ellos y hechas a una forma de educación muy a la antigüita con una visión extremadamente estrecha del mundo y de la moral. Tanto que mi madre tuvo que, presa de una gran angustia y mucho miedo de que mis muy estrictas y cerradas tías abuelas la fuesen a cachar en la movida, hacerse de su primer brassiere a escondidas y de la misma forma lavarlo todas las noches por algún tiempo ya que se había quedado huérfana de madre antes de cumplir los doce años y mi abuelito que rondaba las ocho décadas había caído en una fuerte depresión tras la muerte de su esposa de la cuál comenzó a salir cuando yo nací.

A mi padre esta historia no le hacía la menor gracia, de hecho lo ponía de malas. A nosotros, de chicos, sí nos causaba mucha mientras ella se justificaba diciendo: – Era yo muy joven, inexperta y hasta entonces había vivido encerrada en una burbuja protectora que no me permitía saber nada de esas cosas.

 Ocasionalmente llego a pasar en el coche por esa esquina y no puedo menos que imaginar el cuadro, no me tengo que esforzar demasiado, hasta la fecha sigue repitiéndose día con día. Quizá así continuará hasta el final de los tiempos, por algo le dicen «el oficio más viejo del mundo». Lo que nunca supe y que ignoro porque nunca se me ocurrió preguntar es porqué carambas se encontraba mi mamá en ese sitio en aquella noche de tormenta infernal. Supongo que estaría esperando la llegada de algún camión. Afortunadamente, esta noche, me encuentro sano y salvo, lejos de cualquier peligro, confinado en mi alcoba. FIN

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