Llegamos a Granada sobre las seis de la tarde. Teníamos cuatro días de vacaciones y habíamos reservado una habitación en un hotel céntrico –siguiendo la recomendación de una amiga–.
–Se puede ir andando a la Alhambra y la catedral está muy cerca –había dicho ella.
Teníamos ilusión, algunos folletos turísticos y un sencillo mapa de carreteras. No conocíamos Granada ni el resto de la provincia y aquel viaje, para nosotros, poseía el mayor encanto del mundo. Dedicaríamos dos días a la ciudad y sus alrededores y otros dos para visitar las Alpujarras.
El viaje fue largo en nuestro SEAT–127 y llegamos cansados. Éramos jóvenes y dos horas reposando en la penumbra de la habitación, entre besos y caricias, fueron suficientes para que, después de una ducha, saliéramos a la calle dispuestos a conocer la ciudad.
Habíamos comido poco, era el momento de cenar. En la Plaza Nueva, un restaurante del que no recuerdo el nombre, nos pareció perfecto.
El aroma del pescado, con habas y jamón, hizo que mi boca se hiciera agua. El aspecto y el olor del plato alpujarreño, del que disfrutó mi marido, fue un regalo para la vista y el gusto.
Pero lo que logró que, después de más de treinta años, recuerde aquella noche como una de las más especiales en mi vida, no había llegado todavía.
Era el mes de junio y la noche muy cálida. Paseábamos despacio, sin rumbo, y vimos un cartel con la dirección a la Alhambra que seguimos buscando la entrada para saber el horario de visitas del día siguiente –en aquel momento no existía Internet–.
Subimos por una calle empinada dejando a un lado la oscuridad de los árboles y, cuando me quejaba porque el paseo era demasiado largo, se hizo el milagro: La fortaleza se iluminó. Estábamos junto a la torre más cercana de la entrada y casi podía tocarla.
Era la hora de la visita nocturna y había gente esperando para sacar las entradas –entonces no era necesario reservarlas–.
Disfruté con la vista de los Palacios Nazaríes y de sus impresionantes salas. Techos suavemente iluminados, hicieron que los mocárabes me parecieran filigranas de encaje y pude imaginar al rey moro llorando su desgracia por algún rincón.
Transitamos por el patio de los Leones y el de los Abencerrajes. Por los jardines repletos de rosas recién abiertas que mezclaban su fragancia con el aroma del jazmín. El perfume de los arrayanes en las noches de verano, el arrullo del agua deslizándose en las fuentes y canalillos, el frescor de la noche en mi piel y los dedos de mi marido acariciando mi hombro, fueron la mezcla perfecta de una pócima increíble que consiguió el hechizo de un recuerdo inolvidable.
***
OPINIONES Y COMENTARIOS