Era el atardecer más rojizo que había presenciado en toda mi vida. La imponente estampa del sol ocultándose tras la línea del horizonte me había dejado encandilada. Aquella hermosa bola dorada irrumpiendo en las tranquilas aguas de la costa sería mi referente para los veranos venideros. Desde aquel día (por lo menos yo no lo recuerdo con anterioridad a pesar de que todos insisten en que siempre había sido así) ese idílico paraje, al que se le unía un olor característico; pescado asado, simboliza la casa de mis abuelos.
Para mí, con mi temprana edad de siete años, aquella jornada fue un gran descubrimiento. Era el 15 de agosto y al igual que entonces, sigue siendo tradición, que el día del santo de la abuela María se celebre en la casa de la playa. Allí reunidos hijos y nietos disfrutamos de una buena cena veraniega. El abuelo, al romper el día, nos llevó a la lonja, todos queríamos acompañarle en tan importante tarea; ver llegar las barcazas a puerto, el griterío de los pescadores amarrando los navíos y el desembarco del variopinto pescado que, más tarde exhibían en la subasta, era un gran espectáculo. Soñolientos, nos subimos al coche para terminar despertándonos a la puerta del edificio de abastos. Después de escuchar una letanía de cifras inescrutable, el abuelo pujó y se hizo con su magnífico botín; sardinas de ojos brillantes y cuerpos plateados. Orgullosos volvimos a casa.
Cuando se hizo evidente el crepúsculo y el sol descendía por poniente, el abuelo nos reunió en el jardín de la casa y nos dio las últimas instrucciones para preparar un buen fuego frente la gran cornisa mediterránea. Todos, grandes y chicos, participamos el aquel ritual. Ufanos esperamos alrededor de la hoguera que el fuego se convirtiera en ascua. Una vez conseguido el objetivo, el abuelo acercó a las brasas las parrillas que previamente la abuela había preparado con un montón de sardinas que descansaban sobre las rejillas a la espera de ser asadas. Entre todos preparamos la mesa, donde se agrupaban bandejas de pescado y cuyo aroma envolvía el ambiente. Comíamos bebíamos y reíamos mientras los abuelos nos explicaban historias de un pasado lejano en la que los piratas irrumpían en aquella costa sembrando el pánico entre los aldeanos.
Hoy, frente a ese mismo mar, en un diáfano día de verano, disfruto del efímero olor de sardinas asadas con el convencimiento de que la conexión entre la familia está en esas pequeñas cosas, colores y olores que nos vinculan en emociones y sentimientos.
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