Era un día del mes de agosto de mil novecientos sesenta y uno, tenía ocho años y estaba con mi madre en la estación del ferrocarril de Palmira, Valle del Cauca. Corría alborozado por entre las paralelas del tren, mientras ella, en el andén, con una maleta de cuero sobre el piso, me advertía que no me alejara. Sonó la campana y las personas se alertaron ante la proximidad de la máquina que viajaba hacia el norte del departamento. Mi corazón latió con fuerza al escuchar el pito y ver las columnas de humo que se elevaban hacia el cielo. Llegó haciendo gran ruido con su inequívoco chucu, chucu, las bielas moviéndose cual péndulo, el vapor de agua escapando con gran fuerza por la chimenea y otros ductos, mientras las ruedas se detenían lentamente.
Aparecieron primero los vagones de carga, unos con rejas que cargaban reses apretujadas, las patas untadas de boñiga, olor que me recordaba el establo de la finca de mi abuelo y, por último, los de pasajeros. El tren arrancó y me deleitaba viendo los bellos paisajes del Valle con sus montañas, ríos y sembrados. Conseguí un puesto al lado de la ventana y saqué la cabeza para sentir la caricia del viento, aunque rápidamente tuve que guardarla porque las partículas de carbón me lastimaban la cara y los ojos.
Al llegar a Buga se nos abrió el apetito al ver deliciosos platillos que ofrecían los vendedores ambulantes con chorizos de res y cerdo. ¡Qué delicia! Me recordaban las veladas familiares en mi casa; los bizcochuelos, brillantes en la cara superior y sabor exquisito.
En la estación de Andalucía no podían faltar los deliciosos confites y la gelatina de pata de res. Yo agarraba una gelatina y la sobaba en mi cara y en la de mi mamá, era para risas.
La estación de Zarzal era la última para nosotros. Nos bajamos y pasamos por entre las vendedoras de gallina con papas y yuca, envueltas en hojas de plátano. Ese envoltorio y el olor me recordaban a mi abuela Lucinda en La Victoria, quien en fechas especiales hacía que mi abuelo le torciera el pescuezo a una gallina y preparara un delicioso sancocho.
¡Las vacaciones que me esperaban! Era un mes completo para jugar fútbol con otros niños en el parque, subir a los árboles de ciruelo, comer sus frutos verdes y maduros, coger las hojas y apretarlas entre los dedos para sentir su fragancia.
Y qué decir del gusto y el terror al escuchar los relatos de espantos de mis tías en las noches oscuras, madrugar a la finca para beber y oler la leche de vaca recién ordeñada, visitar los corrales para echarles maíz a las gallinas, oír su cacareo y recoger los huevos de los nidos, entrar a las cocheras para escuchar el oink, oink de los marranos revolcándose en el barro.
Hoy se han llevado el tren… y mi niñez, como él, solo es un recuerdo.
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