Sonó la alarma. Estaba tan absorta en su trabajo que no la escuchó. Tampoco sintió las señales de su cuerpo que emitían hambre porque estaban inactivas desde que alcanzaba su memoria. Su trabajo era creativo. Estaba escribiendo un libro de Historia. Ya le había dedicado dos años de su vida y no sabía cuántos más se llevaría esa difícil tarea. El 2020 fue un año muy confuso. Era muy complicado discernir un hecho veraz entre tanta información contradictoria. Le producía “dolores de cabeza”. Sólo era un decir; ella tenía la ventaja de no saber qué era el dolor. Ese sentimiento era, como todos los demás, inexistentes. Se quitó las lentillas de información, se asomó por la ventana y vio pasar un aerotaxi tan veloz que casi atropella a una gaviota durante su vuelo. El resto del panorama seguía inamovible: senderos de edificios, el cielo negro. Miró la hora. Ya eran las dos del mediodía y no había comido. Necesitaba el alimento para seguir viviendo.
Abrió el tarro de color azul que correspondía al día Tercero, sacó una pastilla del mismo color. La observó unos segundos sin decidirse a probarla. Mordió un trozo minúsculo. El olor de las croquetas embriagó su nariz: bacalao, cebolla, bechamel, harina. Eran ingredientes que nunca había tocado, sólo visto en fotografías. El sabor empezó a expandirse por su paladar; como agua que no se puede contener, se abrió camino por toda su boca, traspasó el velo e inundó sus entrañas. Su mente se llenó de rostros felices, que desaparecieron al instante. Después de ingerir otra porción las imágenes regresaron y esta vez eran más nítidas. Su respiración se avivó, sus ojos empezaron a lagrimar.
Su cuerpo siempre reaccionaba de forma extraña hacia la pastilla azul. La primera vez que contempló en el espejo su cara llena de lágrimas, se sorprendió. No comprendía lo que le estaba pasando.
Se colocó las lentillas para continuar con su trabajo, sabía que dentro de unos minutos pasaría el efecto. Siempre lo hacía. Esperó. En esta ocasión duraba más de lo habitual; no podía concentrarse, sólo recordaba esas personas que veía, quiénes eran, tenían su mismo color negro de ojos. Una se desvanecía cada vez que intentaba escudriñar su aspecto. Era tan parecida a ella. Posó su mano sobre el tarro que le pedía comer otra pastilla. En la etiqueta rezaba en mayúscula: Consumir una al día.
Se paseó por la estancia intentando acallar el dulzor adictivo de la cebolla que colmaba su boca. Tenía que saber quién era esa mujer de pelo rizado que no podía apartar de su mente.
Abrió el tarro azul y se tomó todo su contenido.
Cuando las autoridades llamaron a su puerta reclamando un lote defectuoso de pastillas, ya había cobrado un mar de sensaciones.
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