Matriz de mis días

Los estragos de la noche perduran

en la copa vacía,

se agazapan en el poso

          de alquitrán,

                  de sangre coagulada,

                          de frasco de tinta

con el que trato de reescribir mi pasado.

Los rostros de la noche se acumulan

como una suma de recuerdos ingrávidos

que emborronan la matriz inaugural de mis días.

Las marcas de la noche vuelven a mí,

destronadas del presente y de la vida,

irrevocables,

exactas.

Vuelven en las horas fúnebres

de la madrugada,

desvanecidas,

respetables.

Acuciadas por el vino,

vuelven para convocar

en mi memoria un atardecer

antiguo

y suspendido

sobre la ciudad de Estambul,

o un último paseo

distraído

y ajeno a su naturaleza póstuma

a orillas del Guadalquivir,

o aquellos versos ensordecedores

de Wordsworth,

–siempre dados por descontado

y siempre retronantes–,

ahuecando el estómago vacío de una iglesia vacía

                             y demolida

          en medio de la campiña oceánica,

o la tumba de Tintoretto,

cobijando los secretos altivos de Venecia

bajo las sombras de Santa Maria dell’Orto

ametralladas

por la humedad,

o la playa de Sanlúcar

en la hora postrera

en que la orilla se desnuda

y el mar

ya no comparece,

o tu mirada esquiva de mujer confundida

entre las jacarandas inflamadas

de primavera

                 que alfombran raíles infinitos,

                                   cementerios de versos libres,

                                             aceras pobladas por cuervos y tritones

                 de todas aquellas Lisboas que un día soñé.

Son las caras de una memoria destronada,

untuosa y selectiva,

que me asaltan en la duermevela

quebradiza de la noche.

Son esas marcas endémicas

que balbucean un lenguaje antiguo

            – de palabras persas

            sirias,

            hebreas–

y me precipitan a extramuros de mi propia vida.

No soy yo el que las convoca,

sino la copa vacía.

¿Ausencia de dios?

La niebla

llega del río,

se eleva,

desdibuja

el rostro de dios

cuya palabra

–otrora un bálsamo–

rueda por el terraplén

como una baratija

de hojalata.

En la outra banda,

desaparece la cruz de piedra,

melancólica,

atávica,

irremediable mole sin aristas,

ni recovecos

en los que cobijar ya

el misterio primigenio

de la luz,

la ceguera última

de las sombras,

el vestigio crepuscular

de las ruinas celestiales:

la tarde se derrama

sobre Lisboa.

De lejos,

llega un silencio,

expande su metástasis de olvido

sobre el trajín de las grúas,

sobre la mecánica del agua,

sobre las sirenas ahogadas

de los paquebotes cansados

que llegan de Oriente

y que levitan sobre la bruma

con la dignidad extinta

de un viejo minarete

que convoca

a una última oración:

no rompen el silencio,

lo secundan.

Desde este lado,

desde el lado de las dársenas

y las vías de doble carril,

desde el barrio de las antenas

y los cables y los bulevares rutilantes,

desde las calles

pobladas por silencios sonoros

y colores iridiscentes,

veneramos nuestros tótems

–moles también sin aristas–,

mientras el zumbido espasmódico del neón

alumbra el albor

de una nueva modernidad.

Dios no murió,

advierte el silencio,

sólo mudó.

Conservado en salmuera

Las horas de la madrugada

se agolpan en la ventana

desbordante de sueños

e invocan recuerdos

de un pasado que tirita

y que prolonga

sus intermitencias

sobre mi duermevela

y mi reposo.

Las luces y los recuerdos

congelan la noche,

          moribunda y crepuscular,

inflan el velamen

          de mis olvidos y mis dudas,

se abalanzan

          sobre un viento en lontananza

                              que golpea mi rostro

con su calidez maternal.

La madrugada

–antes plana,

           dormida,

           agazapada–,

culmina en un mediodía

indolente,

en un ir sumando horas como años

de forma irresoluble,

con la obsesiva nostalgia

de presente

de aquel que naufraga de sí mismo.

Fuera,

el viento gime,

pero no siempre fue así,

parece decir,

porque también el pasado

bordeó el precipicio

de los días inconstantes,

empujado por amores perdidos

                           o pasados por agua,

anegado por cantos de sirena

                           o lágrimas de Anas Kareninas

                                            que nunca llegaron

                                            o que siempre andaban huyendo.

El pasado,

cada vez más esquivo,

cada vez más enfermo de juventud

y moribundo de acné,

cada vez más huérfano de atardeceres humeantes,

cada vez más ansioso por añorar los imperios derruidos,

cada vez más asfixiado por la calima de las Venecias

valseadas por ataúdes

al compás de las quintas de Mahler.

Ese pasado.

Y ahora,

desde este lado del cristal

emerge una llama.

Proviene del azogue de la noche.

Tirita.

Expande su aroma de canela

y vainilla.

Será el presente,

conservado en salmuera.

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