Las no-sé-qués

Las no-sé-qués

J. J. Hamilton

27/08/2020

Siempre me gustó todo lo dulce. Tal vez esto se deba a los tragos amargos de la vida, a una necesidad de edulcorar mis días… O al simple hecho de que, quizá, necesite una pizca más de insulina que la mayoría. ¿Qué edad tenía? Cuatro, cinco o seis; no lo sé con certeza. Medía menos de la mitad que mamá y pensaba, inocentemente, que cuando llegara diciembre y cumpliera años la doblaría en altura porque me tocaría el momento de crecer; así de simple era la vida entonces. Recuerdo estar con ella en la cocina de nuestra casa (una casa muy hermosa, por cierto, en Necochea, Buenos Aires, donde yo crecí) una tarde de un mes incierto; le asía la larga pollera con una pequeña manito y decía… no sé qué decía. Probablemente me quejaba de alguna manera porque quería comer, con palabras o sonidos. ¡Ah! Pero no quería brócoli ni zanahorias, eso sí que no. «¡Lo verde y lo naranja!», así les decía yo. Los odiaba. Estiré el cuello para mirarla y ella abrió un armario. Buscó entre sus cosas y sacó una bolsita transparente con no-sé-qué-cosa en su interior. Seguí mirándola con mucha atención. Metió la mano adentro de dicha bolsita y depositó sobre la mía algo pegajoso, ovalado y con arrugas, de color oscuro. Me lo llevé a la boca con aquella confianza que le es innata a los niños y empecé a masticar con exagerada torpeza, de esa que con los años uno aprende a moderar. Era dulce y gomoso. Me recordaba a las golosinas, pero no era una golosina. Mamá me acarició la cabeza con una sonrisa cariñosa.

-¿Querés más? -me preguntó.

Simplemente asentí, porque a esa edad uno es corto de palabras y ni siquiera se da cuenta.

Sacó una o dos más de las no-sé-qué-cosas y las comí con una sensación de felicidad y de saciedad. Era un día caluroso, aunque no demasiado, y el cielo estaba azul. Había silencio, como siempre en Necochea, porque en comparación a Ciudad de Buenos Aires casi parece un pueblo, aunque no lo sea. Lo único que podía escucharse era el cantar de los pajaritos a la distancia.

-¡Son ciruelas! -dijo.

Las había conseguido en el almacén de la esquina.

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