Corría el año 1935 cuándo las manitas
adolescentes de Laura creaban magia entre pucheros en un pueblecito de Cádiz.

Laura había heredado la
virtud de flirtear con el orégano, el tomate o la miel mientras cómplice
derramaba dulzura aceitunada sobre cualquier plato que se preciase. A pesar de la escasez, su cocina era rica en ingredientes y en fieles que acudían en tropel a conocer aquel prodigio.

Su fama había llegado hasta Madrid, la capital, en la cual se estaba cocinando uno de los capítulos más indigeribles de la historia de España, la guerra civil.

Una mañana de abril, la familia de Laura respiraba toques de fiesta coronando el ambiente con juegos y risas cómplices. Allí, nuestra protagonista y su hermano menor se hallaban en
la cocina elaborando uno de sus platos insignes, Potaje de Targaninas. Despues de una larga noche en remojo, estaban listas para entregarse mirando  de reojo a los garbanzos que descansarian sudorosos junto a una cabeza de ajo sin desvestir  que saludarian al majado. Preparadas caerian mudas dentro una infinita olla de hierro a las que el agua y el sofrito esperarian con enorme ansiedad para abrazarse despues, a los garbanzos y al comino. Pero nunca llego a ocurrir, en su lugar un desagradable olor a metal y polvora se apropió del lugar.

El tiempo y la cocina se pararon al unísono, Laura consiguió escapar con su hermano a la carrera. Escapó si, pero nunca consiguió deshacerse del hedor a cuerpos quemados durante el resto de su vida. 

El destino provocador le condujo hasta la Costa da Morte y fue allí donde volvió a la vida de la mano de Antonio, un panadero de vocación que gustaba repetir que se había sentido casado con ella desde la primera mirada en la taquilla del cine dominical.

Juntos pudieron rebajar el nivel de acidez en el corazón de la gran cocinera abriendo el 1935, el que sería uno de los mejores restaurantes de toda la región. Haciendo magia entre pucheros crearon una familia de seis y una carta de diez.

Pero como toda familia de 
cocineros  que se precie, esconde un secreto detrás del delantal. Un domingo, de nuevo, esta vez de mil novecientos setenta y seis, tras una jornada agotadora los fogones se apagaban durante un mes por vacaciones. Los hijos de Laura y Antonio habían quedado en llamarles en dos días para ir juntos de viaje a Lisboa. Sin embargo, nadie contestó, lo que despertó todas las alarmas. La familia acudió en tropel hasta la casa de la pareja, una vez allí comprobaron que todo estaba en su lugar, el coche aparcado detrás del hórreo y el gallinero limpio y recogido.

Pero fue la puerta principal de la casa,
abriéndose de repente, la que a través de un intenso aroma que invadía todo el lugar los llevó hasta la cocina. Allí una enorme  tartera descansaba sobre un fuego a medio gas, el pan estaba cortado y la mesa impoluta esperando a ser atendida por aquellos que
no parecían estar. En su lugar, sobre las sillas de mimbre el vestido de
terciopelo de Laura y sus zapatos a juego; en frente, el traje de rayas de Antonio descansaba sobre la otra silla, como si hubiesen sido abandonados sin prisa  y con ternura. 

Dejando el indescriptible perfume del mejor Potaje de Targaninas que nadie había cocinado nunca.

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