Buen paladar, buen corazón

Buen paladar, buen corazón


Todos los jueves, como es costumbre durante el verano, en la cocina se atiza el fogón de peltre hasta que la llama rebosante calienta las pesadas placas de hierro forjado. Sobre una enorme tabla de picar, vistiendo un largo delantal y una pañoleta en la frente, Micaela corta precisas rodajas de verduras y, si el vaquero de la hacienda ha sacrificado alguna res, las mezcla con grandes trozos de carne condimentada que pone en capas dentro de colosales cacerolas de cobre, luego las llena lentamente con agua cristalina que le han traído del manantial adyacente al río. Desde pequeña Micaela aprendió el arte de conservar la comida, durante el verano cavando profundos fosos en la tierra para mantener frescos los vegetales, o cociendo alimentos de temporada en enormes ollas hirvientes, antes de envasarlos en frascos de vidrio que después sella herméticamente y apila en un enorme anaquel, para que no falte qué comer en el invierno, dice, mientras uno por uno los va contando. Durante el invierno filetea la carne de caza y salándola la cuelga al sol sobre elevados alambres.

Son los tiempos en que el mundo aún es inmenso, los lugares lejanos y comunes las noticas de viajeros que se perdieren en el mar o fueron atacados por ladrones en los caminos. Micaela nació en una de las tantas rancherías que ya existían desde antes de que la ciudad fuera ciudad. Sobrevivió a las revueltas, a la escasez, y a aquella desastrosa epidemia de poliomielitis que dejó a la mitad del pueblo cojeando en un pie. Desde pequeña aprendió a cultivar la tierra, a desgranar el maíz, a criar puercos y cazar palomas, a partir leña y a no desperdiciar nada -absolutamente nada- que se pudiera comer. Todo lo que nos da la tierra -decía con voz dulzona- tiene buen sabor si se cocina con amor y se agrega el condimento adecuado. Así era. La gente del pueblo aseguraba que Micaela tenía un don en las manos, secretos recetarios, un hada en la cocina, y todos los mitos con que el imaginario de entonces podía explicar por qué, cualquier cosa que cocinara Micaela, sin excepción, tenía un gusto placentero que ponía de buenas al corazón más triste. A esa mujer le sale bien hasta el agua hirviendo -decían-.

La fama de Micaela se expandió tanto, que un día llegó hasta oídos del gobernador. Famoso por su soberbia altivez, aquel hombre encanecido mandó a una comisión encontrar a la prodigiosa cocinera para que, a como diera lugar, cocinara en el casamiento de su hija menor. Así fue. 

Los sirvientes se sorprendieron de cómo la mujer, con tan sólo dos ayudantes, preparó un exquisito banquete para los quinientos comensales quienes, apenas degustaron las pechugas en crema de flores silvestres, hechizados lloraron de alegría, sonrieron entre sí y aclamaron el exquisito sabor de aquel platillo nunca antes servido. Todos menos el gobernador. Cuando pidieron a Micaela cocinar algo especial que fuera del agrado del mandatario, ella tan sólo respondió:

       – Eso no es posible. Para tener buen paladar, hay que tener buen corazón.

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