Cuando lo sencillo se vuelve un lujo, solo queda redescubrir el mundo.
Llevaba demasiados días encerrada en su minúsculo piso con vistas al centro de una ciudad desierta. Se sentía agotada y sin ideas para retener a Miguel en casa. Con sus cinco años, parecía entenderlo todo, aunque no dejaba de ser un niño que necesitaba salir a la calle a jugar con sus amiguitos y recibir el cariño de sus seres queridos. Sabía que el pequeño echaba de menos a su abuela y hablar con ella por teléfono solo hacía que se sintiera todavía más triste.
Desganada, se levantó del sofá dejando a su hijo viendo dibujos animados. Necesitaba tener las manos ocupadas para distraer la mente. Pensó en cocinar algo, pero, al abrir la nevera, tan vacía como su cuenta bancaria, le costó retener las lágrimas. Desde el primer día del confinamiento no había podido trabajar y los pocos ahorros que tenía apenas llegaban para pagar las facturas.
‘Necesito un milagro’ susurró, mientras alcanzaba un pequeño paquetito envuelto en papel de aluminio. Al abrirlo, la alcanzó un olor agradable y dulce, como el de las nubes en primavera. El tacto de la levadura era suave y sedoso. La desmenuzó y la disolvió con un poco de azúcar en medio vaso de agua. Dejó la mezcla sobre la mesa, justo donde caían los último rayos de sol del día, y sacó la harina del armario. Abrió la bolsa de papel y el polvo blanco se elevó con ligereza sobre la encimera, como la niebla que utilizan los ilusionistas. Juntó los dos ingredientes, la mezcla de levadura y la harina, añadió una pizca de sal y empezó a amasarlos con suavidad. Poco a poco la masa empezaba a tener consistencia y ella a recuperar la calma. Cuando por fin consiguió formar una bola, la dejó reposar y, cuando ésta duplicó su volumen, la metió en el horno.
Para acompañarlo preparó un chocolate caliente. Desde siempre su olor a rosas conseguía animarla, por no hablar de su sabor dulce y textura cremosa deshaciéndose en la boca. Miguel entró en la cocina justo cuando había terminado.
—Mami, ¿qué haces?
—Estoy preparando una sorpresa. Hoy vamos a recibir una visita muy especial.
—¿Una visita? ¿Y si nos contagian? —el niño no ocultaba el miedo.
—Tranquilo… Ven y cierra los ojos —al decirlo abrazó al pequeño. Ella también cerró sus ojos y se dejó envolver por un olor a pan recién hecho y a sus flores favoritas. Un olor a hogar, a su madre cantando en la cocina. Olor de días fríos, de abrazos y risas.
—¡La abuela! ¡Has hecho que la abuela esté aquí! —dijo feliz.
Se quedaron así bastante rato más, abrazados y con los ojos cerrados, dándole vida a ese recuerdo tan dulce de alguien que, a escasos kilómetros, pero a una distancia insalvable, cerraba los ojos al abrir un bote de nutella que había comprado para su nieto.
OPINIONES Y COMENTARIOS