Versos de la necrópolis 3

Versos de la necrópolis 3

Alberto Férrera

20/08/2020

Ómnibus

El día se tiñe en el azulejo oscuro

del atardecer, en el escrúpulo de

 los sueños vívidos y las risas

 adormecidas por el transcurso de

los pasos. Tenue e insensata

estación de cuatro ruedas,

 máquina hecha de tuercas y

 tornillos, conjunto irrazonable en

 el que los jornaleros proliferan

 sus silbidos. Entre refunfuños y

nubes de humo lleva la carga del

 peaje, la tristeza de los presos

 envuelta en cigarrillos. Qué

 impetuosas las aspas de su

 ventilación, las que tornan arduo

 el día en sublimes rutinas añosas

 de dinero, de paz, de consuelo;

 torbellino vicioso de la vida, a

quien veloz motor ayuda

 trasladando el cansancio de los

 civilizados, el que por ser austero

 y aborrecido, desmide el seno de

 los desdichados.

Artificio escandaloso que

trasciende la ciudad del llanto y

 en, el reflejo de las ventanas,

 expande la nostalgia del

 estudiante, cuyo niñato es

 extraído del umbral de la

 juventud, del lecho de los artistas

 frustrados. Voluminoso

 compuesto de metales y cueros

 en el que las prostitutas,

 despojadas de sus sueños, son

 enganchadas al inocente

 semblante de su inmundicia.

 Mundo de avaricia y

 desconsuelo. Estando hartas de

 culminar sus actividades en el

 precio de los senderos, por la

 muerte se ensucian de la eterna

 y errante injusticia. Vertiginoso

 acarreo de los pies saciados en

 llagas, cacofonía estruendosa en

 la que las familias esperanzadas

 anhelan dar felicidad a sus

 amados y, al no poder

 contemplar el pecado de la

 posmodernidad en la que

 nacieron los hijos, deciden

 sobrellevar sus esperanzas en el

 móvil de los sufijos.

Admiración al micifuz

Vehementes ancianos de carne y

hueso, arropados bajo el mundo

 en su cobija de pibe y añil

 desgastado, quienes quieren ser

 como el gato en la rivalidad de su

 conciencia. Observadores

 maúllan en la penumbra de la

 noche, feroces testigos de los

 crímenes que alegorizan la

 crueldad. Sigilosamente se

 desplazan a través de las huellas

 de la luna, presenciando la

 sinfonía de los grillos

 enclaustrada entre las

 enredaderas. De aquel silencio

 como niño en su cuna emergen,

 como la luz del alba posándose

 dentro de los placeres. Astutos y

 malentendidos trepan, trepan

discernidos de su fortuna,

trascendiendo más allá de

 apariencia alguna.

Máquinas racionales de factoría

 gozosamente riendo, atrapados

 en falacias de trivialidades y

 complejos, admirando al gato

 ronronear de celo en su espejo.

 Y en aquella misantropía, los

 felinos que bajo el claro de

 estrellas posan, han de tornarse

 en temibles demonios que rugen

 rebeldes como fieras. Quien

 quiera que sean, apasionados

 hombres del tiempo, prisioneros

 de sus vanos relojes, ¿quién

 quisiera que los entiendan en su

 arrogancia y tiranía? Al final, en

 el escrutinio del sol maldiciendo

 su existencia, adoran tristemente

 al minino en la búsqueda de sí

 mismos, con su carácter y

 osadía.

Pasaje A, Villa Celeste

El silencio del pasaje abrupto se

 resiente en las madrugadas.

 Absorto de luminosidad, sus

 tímidas chozas se esconden

 entre el lagrimeo de las

 alcantarillas, se esconden entre

  quejidos que los sabuesos, con

 aullidos, corresponden. Se ha

 dicho que, a las tres de la

 mañana, el tejado de barro se

 contempla en una choza anciana

 por la tinta y la pluma, tentando

 el hedor del barrio que en

 páginas blancas se perfuma.

La frialdad del pasaje aberrante,

 en sus laureles, se damnifica y

 en las aceras de los ebrios que

 de alcohol, por las noches,

 salpican. Anhelan ser de la

 nobleza, de la gente que, el día

 entero, adorna su cabello con

 diademas y broches. El pasaje

 inicial se recorre entre el

 cemento y los extremos del

 bosque, recogiendo la memoria

 de aquella colonia olvidada,

 cuyas calles y sus castillos se

 derrumban en la opacidad de las

 paredes mal pintadas.

La incertidumbre del pasaje

 abatido, en las noches de

 insomnio, se libera.

 Conmocionada por la cantata de

 los grillos, alarma la espera de un

 nuevo amanecer, maldiciendo en

 el silencio, lanzando miradas por

 doquier. Ahí, entre las angostas

 calles, el famoso pasaje de la

 letra A reluce de madrugada

 entre la oscuridad de sus

 habitantes, cuyas familias claman

 por acribillar la tristeza que

 acecha al porvenir. Hasta no ser

 partícipes de ese glorioso

 momento, en sus chozas,

 intentan dormir.

Melancolía llama

Mi vieja amiga se ha postrado en

 mi puerta exhalando como el

 grito del diablo. Las facetas del

 páramo ha recorrido nuevamente

 e, inquieta, no reitera que le

 hablo. No cesa mi vieja amiga su

 aliento flagelante, no se detiene

 gateando en la cerámica,

 dejando el hedor ferviente. Hala

 mis pies fríos y se aferra a mi

 cuello, midiendo como una soga

 la fuerza de diez mil hombres.

 Aprieta y me ahoga, va cubriendo

 mis ojos entre redes de púas y

 alambres. La ladrona que en la

 habitación subyacente habita, ha

 robado el sueño y no perdona.

 Recorre el borde de mi cama

 mientras las sábanas se deslizan

 de mi torso. Mi dulce

 acompañante, con una sonrisa

 cálida, a mi oído susurra

 robándome la vida. La dama de

 azufre negra no debía venir hoy y

 vino; mi cigarrillo no debía

 prender y lo prendió. En su

 sonrisa mi vieja amiga denota

 alegría y, con un tono

inconforme, miro a sus ojos y le

 digo: «hola, melancolía».

Plaza tradicional y un sueño francés

Allá en las andaduras, sobre la

 cúspide del cielo, cuando el claro

 de la luna equipare la nobleza de

 las nubes, cuando hagan arte las

 personas mostrando a la luz sus

 blancos pañuelos, soñará mi

 desdén con la pureza del lugar

 en el que nunca estuve.

Me levanté en la arquitectura fina

 de las plazas, desahuciado, a

 punta de filo por mi demencia. En

 las avenidas, inclinándome hacia

 las brasas, la exasperante

 seducción de los museos acabó

 con mi paciencia. Aquellas

 paredes envueltas en piedra

 detallada dieron paso a la

 complejidad de los colores

 vívidos de Monet, a los paisajes

 del púrpura extravagante y la

 vida alargada.

Cautivado suspiré, suspiré

 dopado del brillo y su glamour.

 Afuera, en la sombra de los

 callejones, me dirigí hacia la

 melodía de las armónicas, hacia

 la belleza inmaculada de los

 acordeones, derramando aprecio

 por encima de las calles y,

 mirando con firmeza, a quienes

 yacían postrando sus oídos entre

 los balcones.

Allá en las andaduras, sobre la

 cúspide del cielo, cuando el claro

 de la luna equipare la nobleza de

 las nubes, cuando hagan arte las

 personas mostrando a la luz sus

 blancos pañuelos, soñará mi

 desdén con la pureza del lugar

 en el que nunca estuve.

Continuidad de los amaneceres

El temor alarga la insípida

 continuidad de los soles. ¿Quién

 es el joven desgarbado para su

 vivencia adorar, para escuchar la

 cantata del ovíparo emplumado,

 aquel sabio que afina la melodía

 singular? Y el hombre, en su

 raciocinio, a la ambigüedad del

 día teme, evitando, en el ocio, la

 tristeza que discierne. La

 esperanza se aleja de su

 existencia, ya no hay libertad que

 el joven gobierne.

Aunque la cosmovisión, llena de

 gentileza y recelo se pose en el

 joven, la continuidad de los soles

 no lo liberarán en las mañanas

 de enero. Angustiado, cojea en

 sus sueños y sus manos le

 pesan como cadenas de acero;

 pero, esperando no destilar el

 color de sus párpados

 entrecerrados, las sábanas de la

 cama afila para cortar su llanto

 fiero.

Por clara que sea la luz

 destellante del sol, el niño

 quebrantado, brillante y

 malhumorado, discierne entre la

 continuidad de los soles. Pobre

 niño, se arrea contra la fragancia

 de las brisas de enero, contra el

 despertar insensato de los

 aureoles. Pobre niño, se

 adormece en las sienes de su

 oficio, refugiando su consuelo en

 la tranquilidad de las amapolas.

 Mozo inescrutable, hilarante,

 gritando su bienestar en

 instrumentos de vicio. Aun

 cuando la versatilidad de sus

 labios cese en hastío, apaleados

 en cantos bemoles, el joven no

 dejará de temer a la continuidad

 de los soles.
 

Carta de la muerte 

Una fría y oscura nube bajó del

 cielo y tendí tu mano. Sonrojado,

 envuelto en angustia al dejar

 todo atrás, dijiste adiós en tus

 sueños. Sonreíste noblemente en

 mi presencia, en el nombre

 propio del verdugo. En un

 instante fugaz, tomando tu

 pañuelo blanco hecho de

 algodón, marchaste orgulloso por

 los faros sin mirar atrás.

Me nombran la potestad

destellante,

la verdad codiciada y el

 sortilegio del alma errante.

Prevalezco en la castidad y mis

 sienes duermen en el talón de los

 días constantes. Prevalecí en la

 Santa Inquisición como testigo de

 las almas que buscaban la

 verdad. Me conocen como el

 acreedor de la maldad; me

 llaman y titubean, pues, la

 injusticia es mi dictamen. Pero, a

 veces soy noble, esperando

 largas horas en mi soledad. Aun

 cuando niegas que vendré, me

 embarco en la oscuridad, y en la

 oscuridad, los machos cabríos

observan mi aquelarre. Aun

 cuando mi tardanza ha sido sutil,

 no existe sangre que despilfarre.

El rostro en la lápida

Me vi sonámbulo a la deriva de

 mi sueño, atrayendo el apetito de

 las lombrices y hormigas en mis

 pies descalzos. Con el sabor

 agrio en la lengua en estragos,

 quise deambular en mi conforte

sin poder salir al mundo. Las

 flores ahuyenté e intenté callar el

 llanto que en las afueras invadía

 iracundo; pero la costumbre del

 rito había acabado. Lamenté la

 vivencia perdida de aquellos

 colores sosteniendo los veranos.

 Grité, desesperé, hasta que por

 mí, en el paso de una centella,

 desgarrando la piel, voraces

 llegaron los gusanos.

Quiero disgregarme, descubrirme

 por encima de los confines. Mi

 linaje está postrado por las

 brasas de mis letras. Las puertas

 del mundo han dado paso a mi

 alma, y mis versos regocijan en

 el clero a primera instancia.

 Deseo ser el desgarramiento de

 mi desnudez materializada, bailar

 a través de las hojas,

 simbolizando la inmortalidad que

 en la tinta y mi mano va

 arraigada.
 

Romance en la necrópolis 

Cuando la desdicha aclame por

 tu condena, cuando el llanto

 equipare la agonía en tus

 pesados hombros, cuando tus

 versos, enganchados al reflejo de

 tu melancolía, se hagan presos

 de una dura odisea, se

 esparcirán los trozos de tu alma

 a la merced de mi presencia.

Y cuando la ciudad de las

 sombras se contenga en nubes

 espesas, y cuando la leve brisa

 en un torbellino se convierta, y

 cuando por apariencia eterna se

 torne una tormenta sin aviso ni

 comparsa, y tus ojos desborden

 las aguas benditas de los

 templos, y tu duelo no pueda

 sanar en un solo sustento, ¡Alma,

 alegría!, he de estar ante cada

 uno de tus escrúpulos por un

 eterno momento, en la

 inmensidad de mi amor perpetuo,

 de mi profundo consuelo.

Profanidad del amor

No ahuyentes el júbilo de lo

 divino, no eches paso al

 naufragio de lo perdido, no

 escondas tus lágrimas en las

 cuencas de tus ojos sin antes

 haber reído un poco. No

 suspires, no suspires de leve

 nostalgia si tus tormentos van

 acompañados de falacias. No

 apagues el faro de tu esencia por

 valorizar el mundo de lo efímero.

 No lo apagues, cuando, con

 radiante belleza te miro. No

 apagues tu alma de infante,

 reprimiendo la locura frustrada de

 ser tan juzgada. No, no la

 apagues ahora ni nunca en su

 lecho de cenizas.

No empobrezcas la osadía de tus

 sonrisas, no dejes caer tu pesar

 por doquier sin antes ver mi

 mano luchando por tu bien. No

 atenúes tus carnosos besos que

 se derriten en mi boca, bálsamo

 del sustento, que en mis deseos

 choca. No amarres en tu

 garganta palabras de lindura,

 sepultando el cariño que ciñes en

 mis alegrías. No dejes, por favor,

 que aparte mis amorosos brazos

 de tu cintura. No dejes de

 amarme ni aunque las flores

 arrojen sus pétalos, comiendo el

 fruto de tu discordia de

 insurgencia. No, no dejes de

 amarme ahora ni nunca con tal

 inocencia.

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