La cremallera se cerró con un sonido casi imperceptible y los sentidos se apagaron de nuevo. Entonces volvió a aparecer el olor escalofriante y único de ese lugar. El precipicio, el vacío, la inmensidad. Sin estar segura de si esa ausencia de olor se podría considerar como tal, tengo que decir que ya se a que huele el miedo; a nada.
Abrí la puerta y en dos pasos el cronómetro se puso en marcha, quedaban cuatro horas. Cinco minutos después una gota ardiente circulando por mi espalda me recordaba que aquél lugar en el que había estado tantas veces se había convertido en el maldito infierno. Salir de ahí no era una opción, lo que curiosamente hacía que todo esto fuese más sencillo.
Mientras intentaba refrescarme con el recuerdo de esos paseos matutinos por la playa de A Lanzada, la niebla espesa que tantas veces abrazaba las islas Ons y las Cíes se hizo realidad a unos siete centímetros de mí. Quedaban tres horas y había dejado de ver.
–Dra. Bañales, tenemos otro paciente casado en el box 4, no tiene buen aspecto – pregonó una voz mate que parecía salir de una sombra humana. En medicina, cualquier dato puede ser relevante en un momento dado, pero todas las sospechas hacían indicar que el anuncio del estado civil de la persona que estaba a punto de conocer no era más que la interferencia de tener las bocas, los oídos, las narices y los ojos tapados.
Era una mujer de noventa años cuya temperatura y saturación de oxígeno rondaban la cuarentena. Casada o no, Josefa había dejado de saberlo desde hace mucho tiempo y al igual que los cuatro pacientes anteriores, otra sospecha más de caso positivo.
Poco que resolver pero mucho que hacer.
–No se preocupe Josefa, va a estar bien – percutió mi irreconocible voz saliendo por las rendijas de mi traje de aislamiento. Casi imposible encontrar el volumen adecuado entre no ser desagradable y poder comunicarme.
Con la sensación de que un pequeño apretón de mano fracturaba la frontera de doble guante que nos separaba, una línea horizontal en el monitor anunciando el final esperado me devolvía los pies a ese sitio más parecido a la Luna que a la Tierra.
Mierda, ya no podía contar ni con el tacto. Un suspiro de resignación y tristeza empeoró mi visión de mala a nula.
Mientras ese cuerpo frágil y aislado se iba en una cama que parecía crecer a cada segundo que pasaba, tocaba volver a empezar.
Aquel día el cronómetro se paró a las cuatro horas y veinticinco minutos, bastante después de haber sobrepasado lo que siempre creía mi límite embustero.
Los sentidos bostezaron tras quitarme el equipo y mis manos comprimieron en ángulo agudo lágrimas de rabia. El olor a todo me abrazaba de nuevo y mecía mi cuerpo al ritmo de las olas atlánticas pegando contra las rocas de Finisterre. Rocas que allí siguen después de tanto tiempo aunque esos aplausos intermitentes las erosionen.
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