Su manita caliente se aferra a la mía mientras sin preguntar, cada nueva ola borra las cuatro huellas dibujadas en la arena a cada paso. Las sandalias en la mano, su pantalón arremangado y mi vestido mojado que yo insisto en recoger, pintan un cuadro impresionista de luz adormilada. La arena seca caldea nuestros pies que perciben cada grano incrustado entre los dedos mientras salimos de la playa. Se escucha cercana la música enlatada de la verbena del pueblo, pero es el olor a churros y el aire caliente que sabe a caramelo, quien me soborna y me convierte en su tía indulgente durante unos días cada verano. Mi sobrino agradecido me regala la sal de sus besos que tarda poco en mezclarse con el azúcar de los churros crujientes que rezuman aceite en cada mordisco. Le imito sin saberlo: chupo mis dedos pringosos para sujetar sus manos pegajosas y así bailar con su risa que me mira desde abajo y me cuenta lo fácil que sería elegir este momento para quedarse a vivir o para morir aquí.
Hoy sus besos ya no explotan ni tocan mi mejilla, tampoco saben a manzana de caramelo rojo; tan solo huelen a olor comprado cuando inspiro fuerte para robarle el aire. Este verano he alquilado una casa en aquel mismo pueblo costero, aún sabiendo que los recuerdos solo nacen una vez. Al entrar, abro las ventanas para echar el olor a cerrado que habita dentro, pero él sólo cambia de sitio y ahora respira en mi ropa arrugada en la maleta. Limpio alguna telaraña de los cajones atascados del tosco mueble de madera mientras entran por la ventana oleadas de viento con olor a salitre. Falta airear la cama que acunará mi insomnio: al apartar la colcha respiro el polvo que aletea bajo el sol, hundo mi nariz en la almohada despertando el moho allí acurrucado y mi piel siente el frío húmedo de las sábanas blancas de algodón. Mis dedos acarician la aspereza de la pared descascarillada que suda dejando cercos amarillos mientras cierro los ojos para ver mejor los recuerdos, que aunque sean ciegos y no huelan, se embeben de nuestra vida y se alimentan de la nostalgia para no envejecer nunca. El tono de llamada del móvil provoca mi sonrisa al reconocer la voz de mi sobrino, que me confirma que acepta mi invitación y llegará al día siguiente. Nos despiden tres portazos bruscos por la corriente de aire, que anuncian como una premonición que seremos tres, porque viene con su novia. Los churros fríos, revenidos, chorrearán aceite viejo dejando su olor a fritanga en mi pelo canoso y el azúcar quedará olvidado al fondo del cucurucho de papel grasiento. Esta misma playa quedará marcada por tres huellas, las de mis pies aún con arena entre los dedos y la de mi pequeña cachava. El baile será mudo este verano, porque bailar, se hace entre dos, como el mar con cada nueva ola.
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