“Benito Cualqueferro Morondanga, pintor de casas a domicilio.”
El cartel decía todo lo que se necesita para saber de antemano con quién nos vamos a encontrar tras llamar a su puerta.
Fui a pedir un presupuesto para pintar mi piso. Me dijo que pasaría para ver y evaluar concienzudamente el ámbito de la vivienda, las características y el entorno del barrio, de modo de realizar con esmero y estéticamente correcta, su labor como pintor.
El tío hablaba con modismos sacados de una obra de teatro italiana del medioevo. Rebuscado, con palabras altisonantes y antiguas que le otorgaba, según él, un aire de distinción y cultura, a una profesión que había sido bastardeada por los despreciables inmigrantes. Se decía descendiente del que pintó la Capilla Sixtina, no Michelángelo, sino el que dio la mano de pintura, donde el noble genio luego, cubriría con sus magníficas figuras. Otro pintor de brocha gorda como él.
Luego de alabarse a sí mismo con grandes gestos y beneficiosos términos que le ensalzaban por lo alto, comenzó con una retahíla de elogios y agradecimientos hacia mi persona por haberle elegido entre tantos “artista de habitaciones” como había optado para llamarse y diferenciarse de los demás pintores. Según me explicó (y yo comprendí entre sus vocablos extraños) que él hacía un bosquejo de lo que debía pintar, basado en las dimensiones, el moblaje, la decoración, el carácter de los que usarían a diario el lugar y el entorno o ambiente barrial. De acuerdo a su teoría, se lograba vivir más y mejor si se habitaba una vivienda que no despertara malos sentimientos a los de adentro, como a los de afuera; me comentó que había visto salas tan bonitas que despertaron la envidia entre el vecindario, tanto que en una discusión por un quítame de allí esas pajas, finalizo con la muerte del propietario en manos de su contrincante y residente cercano. El dramatismo que le dio al suceso (haya o no sido cierto) me convenció y di mi sí a todo lo que él sugiriera, seguro que sería lo más sano para mí y mi familia. Su relato fue vívido, con detalles que uno ni se imagina que pueden ser descritos, realmente pintaba la escena con tal precisión qué dudar era una ofensa hacia uno y no hacia él.
Arreglamos que el siguiente sábado por la tarde podríamos recibirle y darle la oportunidad de ver en acción a toda la familia, así podría hacer una labor mucho más cercana a los gustos y necesidades nuestras. Aprovecharía que en mi trabajo me otorgaban unas vacaciones para encarar los arreglos que el piso necesitaba.
El sábado, después del mediodía, mi mujer cocinó un pastel de chocolate y yo me encargué de buscar una botella de vino acorde al postre. Benito llegaría a la hora del té, por lo tanto sería un invitado al que agasajar y no al pintor de brocha gorda que ensuciaría nuestro hogar por un tiempo impreciso.
17 horas en punto sonó la campanilla de la puerta. Benito estaba de pie con un ramo de flores para mi mujer y un habano para mí. Me dije para mis adentros: “Comenzamos con reciprocidad, le doy pastel con vino dulce y él trae flores y un puro, no está mal”
Luego de las presentaciones de rigor con toda la familia reunida, Benito tomó la palabra a la vez que se servía el té, y nos contó de su vida en Italia antes de inmigrar. Del tema de su juventud, pasó a la de la Italia como la mejor tierra en el mundo. De su Italia a los viajes en avión y el terror que le causan. De los aviones a los barcos. De la navegación a los accidentes en las carreteras. De la necrológica vial a la muerte en la familia. Y allí se quedó, en la familia como tema principal; dio vueltas alrededor de las anécdotas de su familia y luego preguntó por la nuestra.
Para cuando me di cuenta, Benito se había convertido en el Padre Benito, el cura confesor del grupo. Su habilidad fue asombrosa, se sabía de memoria cómo hacer que los clientes hablaran de sus intimidades y lograba conocerles en un par de horas, además de construir un lazo de confianza, que si después se mandaba una chapuza, nadie tendría los cojones de reclamarle nada. Es más, creo que estaríamos contentos con la barrabasada que hiciera. Un negociante habilísimo que puede vender un bote con las evacuaciones de los perros del barrio, como cosméticos y todos seríamos felices de adquirirlo.
Al finalizar la sesión de psicoterapia a la que nos sometió, le dije:
– Benito, tú eres un gran comerciante (a la altura de la intimidad conseguida, había dejado el trato de usted por el confianzudo tuteo), cualquier profesión que hubieses elegido, la llevarías a un éxito seguro. Nunca temas dejar de ser pintor, el mundo de las ventas está esperándote con los brazos abiertos.
– Mira, voy a hacer una confesión y lo haré por el respeto único y valioso que me habéis dispensado, nunca mi corazón ha estado en tal grado de alegría armoniosa como en esta tarde junto a tu bella familia. Son ustedes un ejemplo que el orbe todo debería homenajear y seguir, vuestra prole es bella e inocente como los ángelos del cielo, y la tuya mujer una diosa que engalana el lugar donde pisa, y tú… tú eres el roble, el garañón del redil, el que lleva el fielazgo, hombre honrado a la vista de cualquier gañan. Esta es la visión entera que me habéis dado, y sé que no ha sido una escogencia ante la invitación, sino la pura y sincera manera de vivir que vos tenéis. Confieso que no he conocido y dudo de conocer, otra familia como la tuya. Por ello que mi faena será gloriosa, me esmeraré para que sea el ars magna que salga de mis manos, pintaré… no decoraré… tampoco, iluminaré este piso haciendo que cada color, cada pared, cada rincón sea un espejo que devuelva a vos, el amor que dais. Eso haré y que los cielos me acompañen en la tarea. Este piso será mi Capilla Sixtina, habrá una sala a la maniera greca, una habitación simulando los mosaicos bizantino de Santa Inés de Extramuros, tu santo dormitorio; otra brillará como los frescos carolingios con oros y púrpuras, la de la niña gótica, Esmeralda; la tercera tendrá la fiereza de la escuela irlandesa, con sus letras formadas por monstruos, la del niño Horacio y sus fantasías; la que le corresponde al pequeño será blanca y pura, mate sobre brillante, a simple vista no se verá nada más que la blancura, pero cuando abran las ventanas y el sol ilumine, ciento de figuras saldrán de la pared para jugar con la luz, pura magia. Los lavabos serán de oro uno y plata el otro. La cocina un degradé del naranja hasta llegar al amarillo que iluminará la entrada al pasaje de la sala. El pasaje lo haré un túnel que tendrá por cada puerta una luz diferente, con un mismo color. Las puertas, ellas no se verán cuando no las necesitéis, pero cobrarán vida al desear pasar por ellas.
– Estoy inspirado por vosotros, vuestro cariñoso recibimiento y acogida ha logrado que las musas sean bondadosas con mi humilde persona, si logro lo que sueño, vuestra será la gloria y yo el instrumento.
– Benito, estoy sin palabras. En realidad pensé en pintar el piso, no en esta obra magnífica que acabas de describir, no podré pagar tu trabajo.
– Amigo, no quiero tu dinero… bueno no tanto, algo necesito para vivir, pero no será más que lo que tienes pensado y menos que lo que otro pintor te pediría por una labor mediocre, y yo soy Benito el retratista de habitaciones, no el pintor de brocha gorda que recala en los bebederos atosigándose de alcohol y dejando su granjería al mostrador, lo mío no es la tarea de un morillero de cuadra, lo mío caro amici es laboreo del alcabala e inspiración de la mano de la misma Minerva. Pagarás dos blancas y te quedarás con oro fino entre tus manos. ¡Valga Dios que así lo haré!
– Lo que tú digas Benito. Solo dime cuando quieres empezar y haremos lo que necesites para que puedas sentirte a gusto.
– Esto será un mirlo blanco y para ello tengo que meditar dos semanas. Al cabo de ese tiempo comenzaré con los bosquejos y los expondré a vuestra consideración. Con la aprobación daré comienzo a la obra.
– Así sea.- fue lo único que pude decir para concluir.
Corrí al diccionario de la red para enterarme de lo que había dicho el increíble hijo de Roma.
Tal lo acordado Benito se instaló en el piso con sus bártulos; de común sentimiento con mi mujer, decidimos que nos iríamos de vacaciones, esas que se habían postergado durante los últimos cinco años; así el inspirado pintor podía ir haciendo y deshaciendo a su gusto dejándose llevar por sus alocadas, pero ciertas ideas.
Comenzó por la sala, siguió por los dormitorios, los lavabos y la cocina, por último se centró en el pasillo.
Regresamos a los 8 días después de haber recorrido las montañas, acampado tres noches en la tienda, haber soportado una tormenta que no hizo creer en los santos y vírgenes nuevamente, con la última muda de ropa puesta y los músculos destrozados por las caminatas. Eran las 6 de la tarde cuando abrimos la puerta; ninguno quería perderse el espectáculo prometido por el Gran Benito.
En los casi 800 kilómetros que habíamos hecho para volver, solo se habló de las maravillas que hallaríamos al entrar en nuestro piso, tal vez fue eso lo que nos preparó para un ideal, más que para la realidad.
Benito no estaba ya, había sacado sus herramientas y limpiado lo que hubiese ensuciado.
Fueron los niños los primeros que entraron. Y no escuché el ¡Oh! Que esperaba saliese de sus bocas al ver las magníficas obras.
En su lugar el silencio dominaba les dominaba.
Las paredes y techos era monocromos, blancos sobre blancos, todo níveo, lechoso, albar, paredes albinas con techos nevados… todo blanco.
Nada de los colores que había descrito con detalle el italiano, nada más que blanco.
Me dejé caer en el sofá; el cansancio de las trepadas como cabras salvajes y los 760 kilómetros conduciendo, no me bastaban para ser más fuertes que la escena ante mis ojos, de una superficie blanca que se extendía por todo el piso.
Allí mismo me dormí. Dice mi mujer que me dejo en el sofá por miedo a que tuviese una rabieta y me pusiera malo; ella se fue al dormitorio luego de acostar los niños, y se quedó también dormida con la ropa sin sacar.
A las 6 de la mañana comenzó a entrar luz a las habitaciones.
A las 8:15 escuché alarmado, los gritos de los niños, pero no era de miedo, ni de dolor, eran de asombro.
Me incorporé dolorido por la postura y el cansancio, puse mis pies rápidamente camino a los dormitorios, cuando escuché un grito de mi mujer, no atinaba a decidir dónde ir primero, a quién socorrer primero. Al fin, tras dar vueltas en mí mismo como una peonza, abrí la puerta de nuestro dormitorio.
Mi mujer estaba de rodillas en la cama mirando el techo.
Miré en la dirección que apuntó su mano apenas entré y me tapé la boca con las manos.
El techo estaba ricamente decorado con cientos de figuras que asomaban del blanco base y se insinuaban en tonos diversos del mismo color. Blanco sobre blanco que al entrar luz desde afuera, se convertía como por arte de magia, en todas aquellas figuras que Benito había prometido pintar, incluso esos colores que no se advertían sino les daba la luz correcta, estaban allí. Si las cortinas se corrían y el cuarto quedaba solo iluminado con la luz cenital, la decoración desaparecía y quedaba toda la superficie de un lechoso blanco insulso. Pero, si encendías las lámparas de los laterales, otra vez las figuras cobraban vida propia. No podía dar crédito a lo que veía, tal como él dijese, el vecindario no vería nada que le provocara admiración y por ende, envidia. El truco que supo usar Benito, era para que tuviésemos control sobre lo que deseábamos mostrar, el blanco uniforme o la decoración completa de cientos de coloridas imágenes ocultas.
Benito fue por nosotros reconocido como un auténtico decorador o artista de la pared, inigualable, tanto por su lengua vivaz, como por su habilidad como pintor.
Así nació nuestra admiración y una amistad que dura y se consolida cada vez que nos juntamos para celebrar algo o en el bar del club, donde nos hartamos de cervezas y tapas, siempre atentos a las anécdotas de Benito, que para contarlas es simplemente único.
Iré poco a poco desgranando estas aventuras en que se ha metido este italiano desde su infancia hasta nuestros días, en el barrio.
Benito Cualqueferro Morondanga será el personaje con el que comienzo mi nueva afición, la escritura de aventuras, que espero algún día publicar.
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