El llanto del niño


El llanto del niño

Le escucho cada noche y cada vez viene a ser un sonido revelador. De no ser por ti, creo que ni siquiera hubiera llegado a oírle. Como un maullido en la noche o el silbido del aire entre las ramas de los árboles, así hubiera quedado. Trajino en la cocina al final del día y mientras preparo mi cena, no puedo evitar que el llanto de ese niño del piso vecino me arrastre a la inquietud de tu infancia. Me dura poco. He aprendido a librarme de cualquier desazón apartándola como si fuera una flor de milano flotando en el aire. Más sosegada, cierro la ventana para dejar de escuchar y miro alrededor.

Vivimos separados por un océano y nos vemos poco. Por eso, espero con cierto anhelo tu visita de mañana. Compruebo que todo está en su sitio. De tu habitación no he tocado nada, solo he añadido un juego de toallas al pie de la cama como detalle de bienvenida. Quiero que todo salga bien, que me sigas queriendo y llamando por mi nombre de pila. Siempre ha sido así porque salvo muy de niño, cuando justo echabas a andar y ordenabas en tu cabeza la confusión de féminas intrusas, nunca me has llamado por el apelativo típico. Si había extraños presentes, me apuraba al escucharte pronunciar mi nombre de pila. Creía que tu gesto me convertía en una progenitora desnaturalizada. Pero ni siquiera de niño te ha preocupado demasiado lo que pudieran pensar los demás y yo, he terminado por contagiarme de tu desapego. Nos tratamos como buenos amigos. Ya no me esfuerzo en intentar ser una buena madre y esta libertad que me otorgo cada día me hace un poco más feliz. Me vale con saber que nos llevamos bien. Aunque nuestro acercamiento se produjo por casualidad. Lo mismo que tu llegada a mi vida.

Cuando aquel médico de bata verde me dijo que existías, sentí como si un pedazo de plomo cayese sobre mi pecho. Por un momento, creo que se me paró el corazón. Unos segundos después, volví a sentir el pálpito de mis latidos en un bombeo atropellado que recuperó la sangre perdida. Recuerdo un pozo de miedo atroz y semanas enteras encerrada entre cuatro paredes. Observaba espantada cómo mi cuerpo se convertía en un intruso, un traidor a la persona que le había sido fiel, cuidando la piel que lo revestía, las uñas, el pelo largo con el color adecuado. Nada podía hacer para evitar que ese ser creciera dentro de mis entrañas y que mi cintura se deformara convirtiéndome en una mujer odiosa. De embrión pasaste a renacuajo; una transformación imposible de entender. De ahí, a una especie de híbrido de ser humano con dedos que no lo son y piernas a medio hacer. El médico que se ocupaba de que nacieras sano, con todos tus órganos en perfecto estado, me enseñó una foto en tres dimensiones donde se te veía flotar ajeno a todo lo que no fuera ese líquido denso y pegajoso en el que trabajabas por construir tu cuerpo.

Una tarde, mis amigas vinieron a verme; a mí y a la foto. Trajeron un paquete envuelto en un papel brillante que contenía un jersey amarillo y unos patucos. Con mi panza atrapándome en el sofá, las escuchaba relatar las últimas novedades de la escuela, los últimos cotilleos que me había perdido por no asistir a las clases. Ninguna de ellas mencionó mi embarazo. Yo no me veía llevándote en brazos ni paseando contigo en un cochecito, ni amamantándote, ni cambiándote el pañal. El rumor de sus conversaciones hablando de todo menos de ti escondía lo extemporáneo de mi estado de gestación.

Lo que no sabías, y ahora sabes, es que te ibas a criar dentro de un matriarcado indestructible. Mujeres en comandita. No quedan hombres en esta familia. Antes de que nacieras, tu abuelo desapareció de nuestro lado arrastrado por su vicio de amar tanto la vida. Ésta, como precio a tanto amor, le propinó un zarpazo certero en el estómago. De tu padre no sabemos nada, salvo un par de llamadas justo antes de que tú nacieras ofreciéndome dinero. ¿Para qué?, recuerdo haber preguntado. Pues para el aborto, escuché como respuesta. Cuando las mujeres se quedan embarazadas reciben felicitaciones, y yo escuchaba a través del hilo telefónico una invitación a deshacerme de la criatura que esperaba. No me gustó y me sentí afrentada porque su propuesta chocaba frontalmente con el entusiasmo de tus tías y de tu abuela. Vale que tus padres no te quisieran pero si el amor te llegaba por otro lado, ¿quiénes éramos nosotros para privarte de él?

Tu abuela te compró una cuna porque la que conservaba de cuando éramos bebés estaba comida por la carcoma. La escogió blanca y de bordes redondeados y suaves. Después, la cubrió con una colcha también de color amarillo porque todavía no conocíamos tu sexo y era un color neutral. Al nacer, lloraste con el mismo chillido del niño del tercero. Tu abuela te cogió en brazos y te acunó. Creo que por un instante olvidó que ella misma me tuvo sin desear que yo llegara a este mundo. Una noche de verano, sentadas en el porche, se atrevió a confesármelo. Con palabras escapadas me dijo que no me quiso pero que ahora sí me quería. No contesté y me mantuve en silencio, sentada en el balancín con las piernas recogidas mientras ella te sostenía en su regazo en un balanceo que arrullaba tu sueño.

Durante mucho tiempo, me mantuve en ese campo indefinido sin tomar partido, escondida entre trincheras y reconfortada por las atenciones que otros te dispensaban. Yo quedaba liberada, excomulgada de quererte. Si la pereza por tenerte me desbordaba, siempre aparecían madres suplentes dispuestas a quererte a granel con mil pares de brazos y dosis inagotables de amor. A todas nos llamabas mamá. Más adelante, tu abuela adquirió la categoría de madre solemne. Yo agradecía la tregua que todas me concedían.

Aquella etapa líquida y menos escarpada terminó con una nota imprevista que nos invitaba a los padres a la primera reunión escolar. Sentada en un pupitre enano, pude darme cuenta de que nada había cambiado y esto me deprimió todavía más. Me senté al final de la larga hilera de pupitres junto a la madre lesbiana que enseñaba orgullosa la foto de su hijo adoptado y un viudo inconsolable que se mordía las uñas y parecía querer salir corriendo de la clase. En las primeras filas quedaban las parejas exquisitas que se comportaban como si estuvieran de vuelta de su luna de miel y las madres que tomaban nota en sus agendas para hablarlo después con sus hijos que eran delegados de la clase e iban a clases de mandarín. Yo no encajaba con ellos. Una madre soltera no es una madre como las demás. Antes de empezar, tu profesora pasó lista y sonrió al identificarme. Me pilló por sorpresa y sentí como algo muy honorable ser la madre de mi hijo. Terminó la reunión y al salir, de nuevo felicitaciones elogiándote como un alumno aplicado y fraternal con los demás niños. Le quieren y les quiere, me dijo tu profesora. No sabía muy bien qué hacer con tanto amor.

De vuelta a casa, en una hoja arrancada de tu cuaderno de dibujo, hice una lista de propósitos que anoté rápidamente:

-Comprar una agenda

-Presentarme como candidato al consejo escolar

-Teñirme el pelo

El pelo me lo teñí de un color cobre que me otorgó un aire un tanto siniestro. No recuerdo si llegué a comprarme la agenda. Por el contrario, tú fuiste el alumno elegido como delegado de curso y por ese nuevo título, las demás madres me miraban de manera distinta.

Fue en una de aquellas reuniones escolares donde se produjo el punto de inflexión. Normalmente nos convocaban un par de veces al año, pero en esa ocasión no hacía ni dos semanas de la anterior. Hacía calor en el aula pero no me atreví sugerir al resto de padres desahogar el ambiente abriendo una ventana. Sentada al final de la clase, escuché a la profesora explicar el motivo. Los hechos eran graves y todavía no se sabía cómo los responsables de los destrozos se las habían arreglado para entrar en el despacho de matemáticas. En su discurso no quedaba nada de la mujer sonriente que había ensalzado a nuestros vástagos. Parecía un gorrión desposeído de su nido, como si nuestros hijos la hubiesen enfrentado a una visión obscena y vergonzosa de sí misma.

Uno de los profesores que la acompañaban se levantó y la apartó a un lado. Lo hizo suavemente con un gesto ligero que dejaba para sí el camino libre. En un tono tajante, aseguró que no iban a consentir semejante vandalismo, que de una manera u otra los culpables terminarían por aparecer. Había cristales rotos, destrozos en los muebles del despacho.

Las madres de las primeras filas se revolvieron inquietas. Hablaban entre ellas, plañideras y convencidas, asegurando que sus hijos no podían tener nada que ver con aquella vergüenza. Esa seguridad declinaba en fuerza entre los progenitores menos expuestos de las últimas filas. Imagino que algunos de ellos no apostaban con seguridad por esa inocencia incuestionable y otros, como yo, encontraban entretenido que el reflejo de unas imágenes irredentas se hubiera empañado con una capa de vaho. Una mancha de imperfección que nos igualaba en un rasero imprevisto.

Nunca lo hablé con nadie, ni siquiera contigo. Jamás te he dicho nada de mi descubrimiento. Todo por un trozo de papel. Un folio deformado y sucio que no me dejaba abrir el cajón de tu escritorio. Con paciencia, aflojando y tirando otra vez, intenté sacarlo para poder acabar de limpiar los cajones. Con el último tirón, lo rompí. Sobre la mesa recompuse los tres pedazos desgajados. La lectura era fácil y la prueba tan poco oculta a mis ojos que me sentí tocada por una punzada de ternura. Rompí el papel y lo tiré a la basura. En ningún momento me pregunté si hacia lo correcto y por una vez, esperé ansiosa tu vuelta del colegio. Poco a poco, aquel gesto me fue dotando de una placentera sensación de poder y libertad. Tus notas fueron excelentes en aquel examen de matemáticas. Todos nos sentimos orgullosos de tu hazaña. Las matemáticas se te daban mal y un sobresaliente era digno de mención y reconocimiento. Tu abuela le puso un marco al cuadernillo con tus notas y lo tuvo a la vista de todo aquel que pudiese pasar por allí y verlo. Creo que fue un gesto de lealtad y amor.

Hace un año que murió tu abuela, la madre omnipresente de todos los que nos cobijamos bajo su mano. Cuando hubimos finiquitado la despedida a esta mujer alegre, sentados en el balancín de la terraza, tú y yo hicimos un breve recordatorio de ella e inevitablemente de todos, puesto que lo compartido nos pertenece por igual. Una cosa llevó a la otra y me hablaste de tus alumnos de la Universidad, de los pacíficos y, sobre todo, de los rebeldes a los que no entiendes.

—Se supone que ellos han elegido asistir a clase —me dices—. No son niños de guardería.

—No creas que todos eligen como lo hiciste tú cuando dejaste atrás las matemáticas —contesté.

Mis palabras fueron un reflejo inconsciente, casi como un estornudo. En el aire quedó suspendida tu sonrisa, un quiebro en tu rostro delgado. Una alegría atufada por la ironía que delataba la comisura de tus labios.

Ayer me llamaste para anunciar tu llegada. La hora de tu avión, el lugar para la cena de reencuentro; todo sencillo y discreto, como nuestra amistad encubierta. Liberada del llanto del niño, abro de nuevo la ventana para dejar que la tarde me caiga encima con su luz roja. Agradezco la casualidad de aquella vez, pero ya no espero nada. Quizás por eso se me hace tonto este absurdo secreto. Tengo que acordarme de hablarlo contigo antes de que te marches de vuelta al otro lado del mundo.

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