¡Y aquí está otra vez ese maldito perro! Minúsculo, ridículo, patizambo, pelicorto, rabicorto y tricolor. ¡Es la vergüenza de los caninos! ¡Más bien parece una rata! Su suave pelaje, negro en el lomo, blanco en el pecho y bronceado en el rostro, le da un toque de cierta elegancia. Su cabecita de manzana contrasta con esas enormes y puntiagudas orejas, que parecen escucharlo todo, aun a la distancia. Sus profundos y saltones ojos marrón me miran fijamente, como analizándome, como tratando de ver, a través de las ventanas de mis ojos, el contenido de mi alma.
Yo no se por qué sus dueños lo dejan andar suelto. Pasea libremente por todo el fraccionamiento, mientras nosotros permanecemos encerrados a causa de la pandemia. Llega despreocupadamente hasta mi jardín, sube su pata trasera y orina mis plantas, en el peor de los casos, utiliza mi pasto para defecar, dejándome sus olorosos obsequios por todas partes. A pesar de su ínfimo tamaño se muestra siempre orgulloso, prepotente, suficiente, altanero y superior, seguro de sí mismo. Parece como si en lugar de ser la mascota, los humanos dependiéramos de él.
Basta con que me descuide un poco para meterse a mi casa y comenzar a husmear por los rincones. Lo hace con bastante comodidad, como si estuviese en sus dominios. ¡Pero no! ¡Eso no se lo voy a permitir! Tomo la escoba y amenazo con pegarle mientras le grito: – ¡Fuera! ¡Lárgate de aquí! ¡Ésta no es tu casa! -. No puedo llamarlo por su nombre, ni siquiera lo conozco. Tal vez le pusieron Fido, Bobi o algún otro nombre ridículo como Dinky. El chihuahua parece no amedrentarse. En cuanto avanza unos metros me encara, mostrándome sus pequeños colmillos y emitiendo unos agudos ladridos, que más bien son como chillidos, molestos y penetrantes. Enseguida se gira y, despectivamente, sacude sus patas sobre la banqueta como diciendo: – ¡Hm! ¡De mejores lugares me han corrido! -.
Sin embargo, hay algo en esa creatura que no me deja odiarla. Hace quince días, cuando regresaba de enterrar a mi madre, caminó directamente hacía mí. Las lágrimas todavía arrasaban mis ojos. El chihuahua, sabiendo mi pesar, se sentó y me miró por largo rato, como diciendo: – ¡Tranquilo hermano! ¡Todo va a estar bien! – y regresando sobre sus pasos se fue tranquilamente para su casa.

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