Busco, en lo más profundo de mi memoria, el recuerdo más lejano. ¡Es difícil! Dentro de este intrincado laberinto que es mi mente hay una enorme confusión. Recuerdos que, aunque parecen reales, son tan sólo una imagen que me formé, a partir de las narraciones que mis padres o mis hermanos hicieron sobre los sucesos de mi infancia. Como cuando a los dos años de edad caí de las escaleras y me descalabré, o cuando a los cuatro años me iba a ir con un desconocido que me sacó plática en la puerta de la casa. Mis datos sobre esos recuerdos son imprecisos e incompletos.

Por otra parte, hay cosas que nadie me platicó y las visualizo con bastante claridad, como cuando a los seis años salí del Colegio Juan de Montoro y, en lugar de esperar a mis hermanas, me fui a jugar a la casa de un compañero y me perdí. Igualmente, me veo de la mano de mi mamá camino del mercado. Yo iba tratando de leer los textos de carteles y espectaculares y mi madre me corregía con ternura. ¡Fue así que empecé a leer!

Alguien me dijo en una ocasión que ningún recuerdo se pierde, que están almacenados dentro de esa inmensa y maravillosa biblioteca protegida por nuestro cráneo y que, para encontrar la puerta de alguno en particular, solamente hay que utilizar la llave adecuada y el camino correcto. De hecho, recientes investigaciones afirman que si alguna neurona mure o se daña, se forman nuevas conexiones neuronales que abren diversos caminos para recuperar nuestros recuerdos.

Una vez lo experimenté. Cuando mi primer hijo entró a primaria, me preguntó si me acordaba de mis compañeros del primer año de escuela. Me di entonces a la tarea de hacer la lista de sus nombres. Comencé por los amigos que aun conservaba, luego me seguí con aquéllos que fueron mis compañeros en la carrera, el bachillerato o la secundaria. Después evoqué a los más listos, los del cuadro de honor y a los más desmadrosos, aquéllos que sacaban canas verdes a la maestra Carmelita Bernal. Por último hice un ejercicio de ubicarlos espacialmente: los que se sentaban a mi lado, los que estaban al frente del salón y los que se ubicaban en las filas de atrás. El resultado: cuarenta y nueve nombres con todo y apellido de cincuenta y un estudiantes que integrábamos el grupo.

Algunos psicólogos afirman que retenemos más fácilmente los recuerdos agradables y los acontecimientos más significativos para nosotros y que bloqueamos todos aquéllos que representaron un fuerte dolor o sufrimiento. Creo que en parte tienen razón. Es fácil para mí recordar las Navidades, los cumpleaños, las vacaciones, el nacimiento de mis hijos, el primer encuentro con la que ahora es mi esposa, los logros laborales o académicos y quiero olvidar a todas aquéllas personas que me hicieron daño en el pasado, junto con los momentos tristes, traumáticos o de dolor. ¡Pero no siempre es así! De pronto, salta como chapulín frente a nosotros, el recuerdo de un ser querido que se nos fue, la injusticia sufrida a causa de alguna autoridad, el dolor de una enfermedad o la angustia por una etapa de pobreza, reviviendo en nosotros los sentimientos experimentados en el pasado. ¿Qué es entonces lo que pasa?

Todas las experiencias de la vida se van guardando en nuestro interior, son parte de un aprendizaje. Los buenos y los malos momentos, las imágenes, los olores, los sonidos, los sabores, las texturas, las sensaciones, los afectos, los conceptos, las ideas, las emociones, los valores, los procesos, etc. Todo ello nos conforma y nos hace ser lo que somos, orienta nuestra vida y las decisiones que tomamos. Gracias a mis recuerdos me puedo autodefinir, sé quién soy y cómo quiero ser para con los demás. Gracias a los recuerdos tengo una historia, la historia de mi vida, de mi familia, de mi pueblo, la historia de la humanidad de la que formo parte. ¿Qué pasará cuando comience a olvidarlo todo? ¡Imagina llegar ante el libro de tu vida y, al abrirlo, no encontrar lo que has escrito, sino páginas en blanco!

Mi madre cumplió en agosto pasado los 96 años de edad y todavía, hasta hace un par de años, recordaba con claridad cosas de cuando tenía sólo dos. Nos platicaba anécdotas e historias de su niñez, nos recitaba poemas completos y cantaba muchísimas canciones que aprendió a lo largo de la vida. Recitaba el Catecismo Guadalupano al pié de la letra. Tenía presentes a todas las personas de la familia, desde sus bisabuelos hasta los bisnietos…Ahora, ya ni siquiera nos conoce. Se le olvidaron las historias y se angustia cuando trata de terminar una frase que comenzó y no sabe cómo acabarla. ¡Me da mucha tristeza! Trato de ponerme en sus zapatos e imaginar ¿Qué es lo que pasa por su mente? ¿Cómo es su vida? ¿Cómo se relaciona con todos nosotros? ¿Qué piensa? ¿Qué sueña? ¿Qué siente? ¿En qué mundo está viviendo? ¿Tendrá algún recuerdo lejano o cercano circulando por su cerebro?

De pronto, a modo de chispazos, se ríe de algún comentario graciosos que hacemos, tararea una canción que ponemos en la radio, repite una oración y nos bendice cuando nos despedimos de ella para ir a nuestra casa.

Tal vez ella ya no nos recuerde más, pero la familia tenemos muy presente todo lo que ella ha sido para nosotros a lo largo de la vida. ¡Es tanto lo que le debemos! Es por eso que cuando pregunte ¿quién es ese panzón que está junto con ella? le seguiré diciendo que soy su hijo el más guapo y cuantas veces me vuelva a preguntar que ¿dónde vivo y cómo se llaman mis hijos? se lo seguiré respondiendo. Le seguiré platicando las historias que ella nos platicaba y hablándole de todos los miembros de la familia. Y sobre todo, como familia, seguiremos dándole todo nuestro cariño pues, aunque no recuerde más nuestros nombres o nuestra historia, sabrá que todos quienes la rodeamos la queremos con todo el corazón, la respetamos y estamos ahí para cuidarla y amarla, como ella siempre nos ha amado.

Mi madre: Maria Luisa Ruiz Brizuela a sus 95 años.

Memoria (webdental.cl).

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