Ernesto era un humilde niño campesino de once años de edad, que habitaba en una pequeña choza del rancho de la Purísima en Jalisco. Vivía con su hermano Rubén de nueve años y su hermanita Beatriz de ocho.
Su madre había muerto al dar a luz a la pequeña, por lo que su papá, José María, había tenido que hacerse cargo solo de ellos, teniendo que aprender a realizar las labores propias del hogar, entre las que se destacaba el cocinar, cosa que hacía lo bastante bien, creándole una merecida fama entre toda la gente de la región.
Esa mañana, mientras sacaba agua del pozo, José María vio acercarse a la distancia a un pelotón del ejército federal. En aquéllos tiempos de luchas revolucionarias las huestes de Victoriano Huerta tenían fama de brutales y despiadadas, por lo que el campesino llamó a gritos a su hijo mayor y le dijo:
_ ¡Mijo! ¡Llévate pronto a tus hermanos a la cueva del arroyo y no regresen hasta que ese pelotón se haya ido!_.
_ ¡Pero apá yo me quiero quedar con usted!_.
_ ¡Obedece pronto! ¡Y que no los vean!
Ernesto hizo lo que su padre le indicó y, después de un par de horas, cuando ya no se escuchaba nada, regresó con sus hermanos a la choza, la cual se encontraba completamente ardiendo en llamas.
Beatriz y Rubén comenzaron a llorar desconsolados, pensando que su papá se hallaba adentro. Pero Ernesto, más maduro y optimista los tranquilizó diciéndoles.
_ ¡No creo que nuestro papá esté muerto! ¡Se lo ha de haber llevado! ¡Sigamos el rastro de los soldados!
Los tres niños caminaron por un buen rato, siguiendo las huellas de los caballos, hasta que divisaron a lo lejos el campamento militar.
Eran las dos de la tarde cuando los hermanos llegaron a donde se hallaban los federales y, escondidos tras de una cerca de piedra, pudieron escuchar cómo el capitán Álvarez reprendía fuertemente a sus hombres:
_ ¡Bola de inútiles! ¿Cómo es posible que no sepan cocinar nada decente? ¡Hasta el agua se les quema! ¡En esta maldita guerra no me voy a morir de un balazo, me voy a morir de hambre por culpa de ustedes!_. Luego prosiguió:
_ ¡Ya sólo como por necesidad! Pero creo que prefiero comer piedras a las cochinadas que ustedes preparan. ¡Bien se ve que nunca tuvieron madre que les cocinara!
_ ¡Llévense esta mierda de aquí ya me hicieron enojar! Y cuando me enojo, me dan ganas de matar a alguien. ¡Tráiganme a los prisioneros! ¡Pero ya!_.
Los alicaídos soldados se fueron rápidamente, regresando con cinco campesinos, entre los que se encontraba José María.
_ ¡Este va e ser el primero al que nos vamos a despachar!_. Dijo el capitán apuntando con su revólver al papá de los niños. _ ¡Pónganle la soga! ¡Ahorita mismo lo colgamos de aquél nogal_.
En el preciso instante en el que los soldados se aprestaban a cumplir la orden de su superior, Ernesto saltó sobre la cerca y con fuerte voz dijo:
_ ¡Usted no puede ahorcar a ese hombre!_.
_ ¿Y quién eres tú, escuincle, para venir a decirme lo que tengo que hacer?_.
Con firme determinación el niño continuó:
_ Si usted lo mata ahora, después se arrepentirá de no haber probado la más deliciosa comida en su vida. ¡Mi padre es un gran cocinero! ¡Tiene fama en toda la región!
Los otros cuatro prisioneros secundaron las afirmaciones del niño. El capitán contestó:
_ ¡Lo que dices es una mentira! Sólo es una ocurrencia tuya para retrasar la muerte de tu padre.
José María al ver la gran oportunidad de salvación que le daba Ernesto propuso entonces a Álvarez:
_ Mi capitán ¡déjeme prepararle la comida de mañana y así juzgará por usted mismo! ¡Sólo déjeme ir a los ranchos vecinos a conseguir los ingredientes y le prepararé una sabrosa comida!_.
_ ¡Y tú que dijiste! ¡Ya te dejé ir! ¿Verdad?
Entonces habló Ernesto:
_ Señor, mis dos hermanos y yo estamos aquí. Podemos permanecer como prenda mientras nuestro papá consigue lo que hace falta. ¿No cree que sea capaz de dejarnos aquí verdad?_.
El capitán lo meditó por un momento, luego del cuál dijo a José María:
_ ¡Tienes hasta mañana al amanecer, si para entonces no has regresado, tus hijos ocuparán tu lugar en la horca!
José María besó a sus tres hijos y pidiendo un caballo prestado salió a todo galope.
Al canto del gallo, cuando los primeros rayos del sol pintaban el cielo con cálidos colores José María ya estaba de regreso. Venía caminando y junto a él, el caballo iba cargado de una gran variedad de frutas y verduras, algunas piezas de carne y varios utensilios de barro.
_ ¡Ya estoy aquí capitán! ¡Permítame que mis hijos y los prisioneros me ayuden a cocinar! Así terminaremos más pronto, mientras sus hombres vigilan.
Álvarez estuvo de acuerdo y vio cómo con un auténtico liderazgo José María coordinaba a todos en las distintas labores para la preparación del banquete.
Se encendieron cinco fogatas y mientras uno ponía a cocer los frijoles, otro molía maíz y asaba chiles y tomates. José María con un gran y afilado cuchillo cortaba jitomates, cebollas y acelgas. Los niños quitaban el huitlacoche a los elotes y luego los desgranaban.
Otro prisionero cortaba la carne de cerdo en trozos, fileteaba la de res y la de chivo la ponía a cocer para luego machacarla. Sobre un gran comal de barro se hacían las tortillas y se ponían a asar varios pedazos de carne seca para tener cecina. No podían faltar las semillas y condimentos para complementar los platillos.
Conforme el fuego cumplía con sus funciones de cocer, asar, tostar, dorar o freír los ingredientes, de acuerdo a cada uno de los procesos que se seguían, el campamento se inundaba de olores tan agradables y deliciosos que a los soldados se les hacía agua la boca y les comenzaban a rugir las tripas de hambre.
Para la hora de la comida había tal variedad de platillos que parecía un banquete digno de un rey. Sobre la mesa se podía ver chiles rellenos con queso y granos de elote, cecina con chile de tomatillo, trozos de carne de cerdo en chile güero, quesadillas de flor de calabaza, nopalitos con frijoles refritos y queso, huitlacoche con acelgas, machaca con huevo, rollitos de filete de res rellenos de verduras en salsa de tomate, y muchos manjares más tan agradables a la vista como al olfato. No podían faltar dos grandes ollas de agua fresca, una de limón con chía y otra de manzanilla. De postre había una cazuela de arroz con leche y canela.
Tan hambreado se encontraba el capitán que le dijo a José María:
_ ¡Si esta comida me gusta te perdono la vida, si no, ahorita mismo te mato frente a todos!
En cuanto Álvarez probó el primer bocado de uno de los platillos quedó fascinado. Había esperado tanto tiempo en comer algo tan delicioso, que al sentir el profundo placer en su paladar no pudo más que decir a José María:
_ ¡Vete de aquí con tus hijos antes de que me arrepienta y te cuelgue de a de veras! ¡Y que no te vuelva a ver nunca, porque entonces si te mato! _ y dirigiéndose a sus soldados que babeaban de antojo les dijo:
_ ¡Y ustedes qué esperan! ¿O creen que me voy a comer yo sólo todo esto?
Los hambrientos soldados dejaron sus armas a un lado y comenzaron a devorar aquellos suculentos manjares con desesperación.
Mientras el pelotón gozaba de aquél banquete José María, sus tres hijos y los otros cuatro prisioneros tomaron las armas y los caballos de la tropa y, galopando a gran velocidad, huyeron hacia la sierra, en donde el buen “Chema” siguió preparando por muchos años deliciosas comidas para su familia y sus amigos.

Tropas federales durante la Revolución Mexicana (mexicoenfotos.com).

Bufete de comida mexicana (pinterest.com.mx).
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