El Precio de la Verdad.

Edith se sentía realmente estúpida recolectando los objetos enumerados en esa pequeña lista: un puño de tierra de cementerio, ceniza de difunto, el hueso pulverizado de un dedo, medio litro de agua bendita, un cirio bendecido el día de la Candelaria y ¡por supuesto!, las fotografías. ¡Ella ni siquiera estaba segura de creer en lo que hacía! Pero ahí estaba, guardando dentro del costal todos los elementos necesarios para realizar un hechizo, a través del cual podría llegar a descubrir el nombre de quien había envenenado a sus padres. Amira, su madrina, ante la insistencia reiterada de la joven, había accedido de mala manera a revelarle el secreto por el cual los espíritus del más allá se manifestaban el “día de muertos” para desenmascarar a la persona que los había matado, no sin antes advertirle que al obtener este tipo de información el precio que se habría de pagar era muy alto.

Amira era vista en el barrio con cierto recelo y desconfianza. Era maestra en las artes de adivinación y especialista en pócimas y brebajes. Algunos la consideraban curandera, otros más una bruja y, la mayoría, una charlatana que vivía de engañar a los más ingenuos. Sin embargo, los padres de Edith la tenían en buena estima y como vieja amiga y vecina le habían abierto las puertas de su casa, a la que acudía todos los días con el pretexto de ver a su ahijada.

Muertos los padres, la relación entre Amira y Edith se había vuelto más estrecha.

La vivienda de Amira era un antiguo caserón de adobe de principios del siglo XX, ubicado en la calle Hornedo, a tres cuadras del palacio de gobierno. Tenía un amplio zaguán y un patio central lleno de macetas en donde más que flores, la hechicera tenía las hierbas que utilizaba en sus trabajos: ruda, esculcona, gordolobo, yerbabuena, escobilla, toloache y muchas más. En torno al patio se localizaban las habitaciones propias de la vivienda: dos recámaras, la sala y la cocina. Pasando por un estrecho corredor se llegaba a un corral, en cuyo fondo, a la izquierda, se encontraba el baño, y hacia la derecha un hueco en el piso, que conducía a un angosto túnel, vestigio del famoso acueducto que surtía de agua a la ciudad de Aguascalientes en siglos pasados, y que era el lugar ideal para realizar el conjuro que llevaría a Edith a desentrañar el misterio que la angustiaba.

La noche del 2 de noviembre Edith bajó los escalones para entrar al túnel. El aroma a copal impregnaba el ambiente. Iluminadas exclusivamente por velas podían verse dentro de la cueva imágenes de santos y vírgenes de la iglesia católica; como la Virgen de San Juan, San JudasTadeo y San Miguel arcángel, intercaladas con figurillas de Buda y estrellas de David. Sin embargo, en el lugar principal, predominaba una enorme escultura de la “Santa Muerte”.

El ritual comenzó con una serie de rezos en los que se alternaba lo religioso con lo profano, y las alabanzas con ciertas maldiciones a los espíritus malignos, después de lo cual se procedió a preparar la mezcla que habría de colocarse en la parte posterior de las fotografías de las personas de quienes se quería conocer a su asesino. En una vasija de barro se colocó la tierra, las cenizas y el hueso; luego el agua bendita se fue agregando para formar un lodo oscuro y espeso. Por último, Amira tomó un largo y afilado verduguillo, y con la punta pinchó la lengua de Edith agregando las gotas de sangre extraídas a la mezcla, “dizque” para que el muerto hablara.

Luego se procedió a colocar el lodo en la parte posterior de las fotos. Lo único que faltaba era pasar la vela encendida en forma de cruz tras la foto y poco a poco aparecería escrito el nombre de los criminales.

Como Edith dudaba del hechizo decidió hacer una prueba. Tomó la foto de un tío asesinado por un cantinero durante una riña y realizó el conjuro. Lentamente apareció el nombre de Juan Pérez, cantinero de “La Aurora”. No había duda, el asesinato se había realizado ante varios testigos y ahora se confirmaba ante sus ojos. Luego, con el interés natural de todos los que sabemos de un crimen y se nos oculta la información, tomó la foto de John F. Kennedy, pero esta vez, después de pasar la vela y voltear la foto comenzó a aparecer una extensa lista, encabezada por Lyndon B. Johnson, varios personajes de la CIA y algunos empresarios relacionados con el comercio de armas en los Estados Unidos.

Asombrada ante tal información, Edith procedió a desentrañar uno de los grandes misterios de la política en México. Tomó la foto de Luis Donaldo Colosio y repitió el procedimiento. Otra enorme lista apareció ante su vista con nombres de ex presidentes de México como Salinas de Gortari, Miguel de la Madrid, José López Portillo y Luis Echeverría. Los nombres de Diego Fernández de Cevallos y Ruiz Massieu aparecían también junto con el de Ernesto Zedillo. – Pero ¿cómo? – se preguntaba Edith al ver este último nombre. – ¡Se suponía que eran amigos! -. Por cierto, en la fotografía no había escrito ningún Mario Aburto. La hipótesis del complot se confirmaba. Después de titubear un poco. Con temor, pero con la profunda emoción de saber que la verdad estaba cerca, Edith tomó una foto en donde aparecía ella con sus padres. Realizó con detenimiento todo el ritual. Al voltear la fotografía una fría sensación atravesó su pecho y su ropa se empapó de sangre. Al sofocamiento inicial siguió un profundo dolor que se acrecentó al aparecer las letras en la superficie manchada del documento: A M I R A…

Edith, con las pocas fuerzas que le quedaban, volteó para reconocer a quien ponía fin a sus días. Ésta, con el verduguillo ensangrentado en la mano derecha y lágrimas en los ojos le repetía una y otra vez: – ¡Te dije que el costo por saber la verdad era muy alto! ¡Yo no quise hacerlo, tú me obligaste! ¡Eras lo que yo más quería en la vida; mi hija, mi continuadora, la heredera de mi esencia! ¿Por qué tuviste que echarlo todo a perder?…Después de esto, el silencio, el frío, el dolor, la oscuridad, la nada…

Jorge Humberto Varela Ruiz, 10 de octubre del 2007.

John F. Kennedy y su esposa Jacqueline momentos antes del asesinato (es.wikipedia.org).

El Lic. Luis Donaldo Colosio Murrieta, momentos antes de su asesinato (infobue.com).

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