Perfil público

Hola a todos, os escribo desde un pueblo de Madrid, en España.

Mi experiencia con la escritura, sea de ficción o creativa, en una escala de uno a diez, creo que no pasaría del dos. Entro aquí con ilusión, miedo y vergüenza. Ilusión por mejorar, miedo al cerebro en blanco —hay veces que, para obligarme a empezar, tecleo «qwerty» o «lorem ipsum», como mantras que ensucien el folio y me obliguen a romper ese vacío—. Lo peor es la vergüenza a la exposición, ese temido botonazo de retorno de carro que enseña lo que has escrito para que otros lo puedan leer, sin vuelta atrás. «Palabra y piedra no dan vuelta», decía siempre don Manuel, el cura que cuidaba de que hubiera paz en los recreos y no nos peleásemos.

Al escribir lucho contra síndromes severos, adquiridos con el tiempo, sin acabar de vencerlos. Os cuento los más graves que ahora mismo me vienen a la cabeza: UIA (Uso Indiscriminado de Acrónimos), L3 (le, la, lo) y adM (ante la duda, Mayúscula).

Así que os podéis imaginar el esfuerzo que me va a costar conjugar verbos que expresen sentimientos o adornar frases con adjetivos poco objetivables (seguro que al principio me pasaré al lado opuesto, y abusaré de los adjetivos fofos, pido disculpas por adelantado). Por poneros un ejemplo, una vez, hace mucho, muchísimo tiempo, al escribir un informe engorroso, recomendaba no sé qué acción como «muy conveniente». El informe coló en el primer filtro, pero al día siguiente me llamó a su despacho el jefe de mi jefe y cuando me tuvo en primer tiempo de saludo, me escopetó con sorna: «dime dónde cae exactamente la división que separa lo “conveniente” de lo “muy conveniente”». ¡No se habló más!: quité aquel «muy» de marras y a otra cosa.

Estoy deseando leer vuestros textos.