Simbiosis

Simbiosis

Javito

27/04/2025

(El aire vibraba, tenue, como el aliento de un insecto gigante recién despertado en el laberinto de los pulmones de la ciudad. Barcelona olía a salitre rancio y a jazmines espectrales, una fragancia que se enroscaba en la memoria como una hiedra centenaria.)

Éramos dos sombras alargadas, proyectadas por la farola huérfana de la Plaça Reial, dos apéndices de un mismo sueño febril. Yo, con mis gafas de miope que deformaban la realidad en arabescos líquidos, y él, Andreu, con su melena de cuervo desordenado y una cicatriz en la ceja izquierda que parecía un río seco en un mapa antiguo. Nos conocimos en una bar dónde la cerveza era barata y los problemas se olvidaban. 

Nuestra amistad no fue un flechazo. Fue una lenta decantación, como el poso amargo del café turco que compartíamos en vasos desportillados. Hablábamos de todo y de la nada, de la textura del silencio, de la inexplicable tristeza de los payasos, de la posibilidad de que las estrellas fueran en realidad los ojos de criaturas cósmicas observándonos con una indiferencia glacial. Sus palabras eran pájaros extraños que revoloteaban en el aire.

Recuerdo una tarde de verano tórrida, el asfalto hirviendo bajo nuestros pies como la piel de un dragón dormido. Caminábamos sin rumbo fijo por las Ramblas, entre la multitud que se agitaba como un cardumen de peces en  un archipiélago de aguas coralinas. Andreu se detuvo frente a un puesto de flores, sus ojos oscuros brillando con una intensidad casi dolorosa. Compró una rosa, una sola, de un rojo tan profundo que parecía absorber toda la luz de ese momento. Me la ofreció sin decir una palabra, y en ese silencio comprendí algo esencial sobre la naturaleza de las personas: no siempre se necesitan palabras, a veces basta con una vibración compartida de un magma invisible.

Nuestras vidas se entrelazaron como las ramas retorcidas de un árbol centenario. Compartimos el vértigo de los primeras conquistas amorosas, la angustia de los exámenes suspendidos, la euforia efímera de las noches de vino barato y conversaciones trascendentales que al día siguiente se desvanecían como el humo. Éramos dos islas conectadas por un puente invisible de complicidad tácita, dos notas discordantes que, al vibrar juntas, creaban una melodía extraña y hermosa.

Con el tiempo, los caminos se bifurcaron, como los dedos de una mano que se abre. La vida nos arrastró por corrientes separadas, hacia horizontes lejanos y desconocidos. Pero incluso en la distancia, sentía la presencia fantasmal de Andreu, como el eco lejano de una canción olvidada. Sabía que en algún rincón recóndito de su memoria, yo seguía existiendo, una sombra familiar en el laberinto de sus recuerdos.

Porque la amistad, la verdadera, no se desvanece. Se transforma, muta, se convierte en una cicatriz invisible que llevamos grabada en el alma. Es un hilo de luz tenue que persiste incluso en la oscuridad más profunda, un recordatorio constante de que, en algún momento fugaz de nuestras vidas fragmentadas, fuimos dos mitades de un mismo universo, dos viajeros perdidos que se encontraron por un instante en la vastedad incomprensible del ser. Y esa conexión, aunque invisible, sigue vibrando en el aire sutil de la memoria, como el aliento de un insecto gigante que nunca termina de despertar.

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