Remembrando con ocasión de tu día.

Remembrando con ocasión de tu día.

Hoy voy a pensarme como una casona… una de esas que los abuelos llenaban de gente, de bulla, de olor a café, chocolate y chócolo, cuyo despertar tenía banda sonora con trino de aves, mugidos bovinos y cantos de gallos que anunciaban la visita del sol.

En esa morada de grandes zaguanes, olor a pasto calor de monte, puertas de madera, frío de montaña (en la misma casa, el calor de monte es una cosa y el frío de montaña, al cierre del ocaso, es otra, totalmente diferente… así se trate del mismo lugar). Caminando sobre gruesas baldosas de barro cocido y esquivando con la cabeza grandes helechos y cuernos colgantes desde el techo alrededor de los patios, se observa una seguidilla de habitaciones. Todas grandes, altas, con persiana de palitos sobre el dintel de la puerta. Todas pintadas con hisopo alguna vez, y el paso de los años lo reemplazó por el rodillo.

La luz amarilla, no como sinónimo de poca iluminación, pero sí como el sepia de las fotos que significan grandes recuerdos, me llama. Camino apresurado, con urgencia por entrar allí, por sentir su aroma y su cálido ambiente. Entro en ella y cerrada la puerta tras de mí, la observo, ahí está ella. No está su existencia, porque habita en una casa lejos de aquí, pero está su presencia. Su esencia lo llena todo en esa habitación, es su habitación.

Desde chico aprendí a amar ese toque que tiene el aire donde ella respira, el que se llena de color si ella ríe; el que se opaca cuando una lágrima describe que por un instante ha perdido su paz.

Hay cosas que, desde luego, no recuerdo, pero que no me hace falta hacerlo para saber que estaban allí. La tenuidad del reflejo y las sombras replicando las formas de las gotas de vidrio que conforman la corona de la lampara que colgaron en esa habitación, me invita a dar un paso atrás en el tiempo. Bueno, debo ser honesto, no es un paso… es en realidad un buen número de lustros.

Margarita, cual si de una flor se tratara, tiene sus pies enraizados a la tierra, con amor por el campo y su aroma, desvivida por lo que le emociona habitar entre verdes y observar árboles con troncos robustos y grandes copos. Ramas que parecen extender dedos hasta tocarse entre ellos y luego querer tocar el cielo juntos. Caminar en un piso ablandado por las acículas de los pinos que forman un tapete marrón, marcando un camino que no parece terminar entre las montañas.

Una mujer de ciudad que nunca se adaptó a la urbe, no importa que naciera en ella, porque en lo guardado de su corazón sabe que no hay cómo describir el salto de su corazón cuando lejos del bullicio de la ciudad, encuentra su paz entre pastizales, gallinas, flores, fogones de leña y hasta mosquitos.

Esa mujer, que en mi relato parece con más tierra en el cabello que duchas en la ciudad, ha desgastado regaderas citadinas porque se habita una metrópoli en zona ecuatorial de infernal calor e hirviente asfalto.

A 530 kms. de mí, visita hoy mi casona y está encendida la luz de su habitación. La mesa de noche, construida a mano en duro roble, tiene su foto de jovencita sonriente con blanca tez y tonos rojizos en su cabello. Mis recuerdos introducen un dejo de felicidad a una época en la que yo creía que todo iba bien, desde mi ignorancia pueril, mientras que ella, desde el alto peldaño donde me llevaba tanta ventaja con respecto a la vida, tiene otra idea de esos años… una menos dulce y de muchos contrastes, mismos que modificaron mi percepción y mi inventario personal de calendarios valiosos, cuando ya consciente hablábamos en la sala de su morada, tomando un café con leche acompañado de galletas.

Cuando pienso en ella, prefiero recrearla como esa pecosita de cabellos rojizos, (de teñido artificial, porque mi pelo negro tiene sus raíces en ella) que parecía sonreírle a la vida y recibir de esta una sonrisa cómplice. Aunque ahora se que no. A veces le tocó esquivarle muecas y obligarle a ofrecer guiños a una vida que intentó hacerla lucir frágil y se estrelló de frente con su rudeza. Así la vida misma aprendió a respetarla.

Por eso la luz de la lámpara en esa habitación no es opaca, ni débil; es, decididamente, tenue para sosegar y traer calma, pero fuerte e inextinguible. Cual candil del mismísimo cielo que existe para ofrecer vida a través de su luz.

Cada vez que tomó una decisión, y cada vez que dejó de hacerlo, entregaba su alma en ello. Yo hacía parte de las motivaciones que la llevaron a tocar el cielo o a sentir que perecía en el intento, pero jamás dejó de intentarlo, de ofrecer, de entregar y de ser. No me detendré en el entregar, porque no quiero hacer parte de la larga cola que cree que esa es la mejor descripción de una madre, haciendo implícito con ello, y no reconociendo, que desgastarse a sí mismo en nutrir el «crescendo» del otro, incluso el hijo, va en detrimento de la autoconstrucción, del amor propio que cultiva tu ser, así que no puedo aplaudir a esa maravillosa mujer a quien llamo madre, por cada decisión en la que optó por estar tras la cortina para que la luz me irradiara solo a mí, aunque le agradezca cada gesto que consideró adecuado para decirme a través de él que me ama.

Visualizándome como una casona con las que sueña, y que quisiera algún día poder hacerla entrar en ella con sus ojos vendados para que reviente de emoción cuando se los descubra, extiendo un homenaje que cruce el mar hasta su puerta y le cante al oído que agradezco con todo de mí que Dios me pusiera en su vientre. Él siempre toma las mejores decisiones. La nota siguiente de esa canción le pedirá perdón por cada cana que lleve mi nombre (pero mentiras, ella me dice que no sabe que es eso de las «canas» que no es con ella ese tema) y luego vendrá una tonada final que le coree un «Te amo». El que le digo en muchas llamadas y le replica el satélite a su celular.

Este día de madres, muchos podrán vociferar una maldición porque el encierro impida la fiesta de familia, yo, en cambio, daré gracias al Dios del cielo porque continuo escuchando su voz y viendo su rostro a través del display de celular, porque se que la acompañar cada mañana, cada tarde y durante sus sueños. Por lo bien que se siente cada vez que nos hemos abrazado luego de un tiempo de no tenernos cerca, por sus consejos y enseñanzas, de niño y de adulto; ella dirá que sigo siendo su niño. Gracias por sus oraciones y porque escuchas las que yo elevo por ella y gracias porque la luz de su candil continua encendida y cada vez que entro a esa habitación no se me hace necesario encender el interruptor. No hay uno. 

Entonces, su voz en las rondas, los cantos de noche y la lectura en las tardes me recrean momentos donde me sentía tan vivo y tan tranquilo. En ese entonces, la tenía al otro costado de la cama, hoy la encuentro contándome de sí al tomar el teléfono.

Ya no me cuenta un cuento, porque toda su historia de lucha, pasión, esfuerzo y decisión, me hablan y enseñan cada noche que lo recuerdo. Pero saber que está bien, que Dios la guarda en su regazo y que ha tenido buenos días, me deja dormir tan tranquilo como cuando ella me decía «y colorín colorado…» y cuando los días no han sido buenos, entonces confío. Ese mismo que pone la alarma del gallo a cantar fuera de la casona, porque otra vez nos prestó el sol, se hará cargo de mi mamá.

Una vez me la prestó para que cuidara de mí, hoy yo se la recomiendo cada día, para que él cuide de ella.

La ventana de esta habitación agrega luz desde el patio. Las ventanas de madera que comunican con el zaguán y la mirada hacia el valle, abajo de la montaña, las cierro para evitar frío alguno ahora que se aproxima mi dormitar. Boca abajo recuesto mi cabeza sobre la almohada con fragancia a Margarita y para recordarle a Dios la confianza que en él mi madre me enseñó a tener, entonces digo como ella me instruyó: «En paz me acostaré y así mismo dormiré, porque solo tu Dios, me haces vivir confiado» Salmos 4:8

Mañana es día de felicitarte.

Felices sueños, mamá.

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