Porque lo invisible no tiene edad

Porque lo invisible no tiene edad

Valcarp

27/06/2025

No he podido descifrar en qué momento fue que mi tan preciada juventud se escapó. ¿Será que salió de mi cuerpo poco a poco mientras dormía, o tal vez tomó ventaja de mi falta de atención para escabullirse?

Un día desperté y, a los pocos minutos, deseé no haberlo hecho. Tan pronto como abrí los ojos, sentí un cansancio inexplicable. No tenía ganas de nada, no había en mí la motivación para acomodarme de la dolorosa e incómoda posición en la que desperté. No tenía la energía para ir al baño, no tenía la disposición de ser, de existir. No tuve la necesidad de mirarme en un espejo para saber que en unas horas me habían pasado 60 años por encima: podía sentirlo en todo mi cuerpo. Lo raro es que, por muy extraña que fuera la situación, no se sentía antinatural. La veía venir desde hace años. Siempre sentí esa presencia amenazadora que me avisaba que algo iba a pasar. Todo el tiempo supuse que era la muerte. Nunca se me pasó por la cabeza que no sería el cuerpo el que se iría primero, sino el deseo de habitarlo.

Me tomó un poco de tiempo y mucho esfuerzo levantarme de la cama para empezar mi día y la rutina de siempre. Me baño, me lavo los dientes, desayuno, escucho música, me maquillo, voy a clase, vuelvo a casa, almuerzo, y busco en mí motivación para hacer trabajos… pero al final siempre es el tiempo quien me obliga a hacerlos.

Ese día me fue imposible maquillarme. Pensar en lo arrugado, maltratado, feo y viejo que debía verse mi rostro me asustaba. Así que decidí no volver a mirarme en el espejo por un tiempo, por lo menos hasta que la idea de ver el cansancio y las consecuencias de la mortal realidad reflejadas en mí dejara de causar tanto miedo e impotencia.

Al vestirme, mi cuerpo se sentía tan pesado que no me importó en lo más mínimo si mi ropa se veía bonita o combinaba bien, solo quería algo cómodo. Ahí entendí por qué a esa edad todas las señoras usan faldas o vestidos en lugar de pantalones. La vanidad no se pierde, nunca se va, pero pensar en cómo la ropa bonita se va a arruinar al ser usada por un cuerpo y un alma vieja da vergüenza, da tanta vergüenza que las lágrimas salen por sí solas. Ser vista de esta manera por otros me producía culpa, aunque todavía no sé por qué. Envejecer es algo natural o normal, pero no se siente así. Saber que después de cierto día cada minuto y segundo que pase va a ser en realidad una forma de devolverle al mundo eso que alguna vez te dio, se siente tan injusto. 

Aunque no pedimos nacer, nacemos; aunque no pedimos crecer, crecemos; aunque no pedimos sentir, sentimos; aunque no pedimos amar, amamos. Aunque no pedimos nada, nos lo dan todo, y un día simplemente nos lo empiezan a arrebatar de a poco. Lo único que pedimos, sobre todo en nuestros últimos años, es un poco de felicidad y paz, pero eso no nos lo conceden. Por el contrario, todo lo que experimentamos es dolor, arrepentimientos, miedo y más tristeza que nunca.

Antes de salir de mi habitación pensé en cómo iba a reaccionar mi familia. Lo más obvio era que se asustarán o se alterarán, pero eso no pasó. Me miraron por unos segundos, se dieron cuenta de que algo cambió, de que algo no estaba bien o que simplemente no estaba, pero no dijeron nada. Decidieron ignorarlo. Tal vez es su forma de afrontar el dolor. Nunca se había presentado una situación así, por lo que no había forma de tener una reacción correcta, supongo. Sentía cómo me miraban de vez en cuando, como con intención de decir o preguntar algo, pero se arrepentían. Pienso que era su manera de hacerle frente a lo inevitable.

Después de todo, siempre me han dicho que hay tres cosas que no se pueden echar para atrás: la flecha lanzada, el agua derramada y las palabras dichas. Quiero creer que lo que los abstenía de hablar era el miedo a decir algo acerca de la situación que pudiera herirnos, sobre todo cuando la muerte estaba afuera esperándome. ¿Quién sufre más, el que lanza la flecha o el que la recibe? En mi situación actual no es posible encontrar una respuesta. La flecha me hirió, la herida me dolió, pero no fue lo que me mató. Me fui después de sufrir un poco, pero quien lanzó la flecha sin querer vio la herida, vio mi dolor y se quedó después de mi muerte, arrepentido de lo que hizo y sin posibilidad de remendar lo.

Comprendí que hablar de lo que estaba pasando no tenía punto alguno si igualmente no se podía hacer nada al respecto. Que mi familia estaba sacrificando mis sentimientos para proteger los suyos, y aunque doliera, sabía que no podía quejarme, porque yo haría lo mismo si estuviera en su posición.

Me puse a pensar en cómo los viejitos siempre se quejan de todo: todo les duele, todo les molesta, todo es una falta de respeto, y siempre que hablan a futuro tienen que decir “si Dios me lo permite” o “si sigo vivo”. Y ahora comprendo que en realidad el cuerpo sí está cansado y desgastado, que el ruido sí molesta un poco más, que las palabras de los demás se sienten más agresivas —creen que el tiempo, además de la vida, te quita inteligencia o algo así—, y en cómo la sensación de que estás desapareciendo de a poco va ocupando todo tu corazón y tu mente, al punto de generar una necesidad desesperada de llamar la atención de todos, de recordarles que, en cualquier momento, aunque no lo quieras y te dé miedo, te vas a ir. Y que ahora, más que nunca, necesitas su afecto.

—¿Estás bien? —esa sincera pregunta, acompañada de una voz aguda, interrumpe mis pensamientos.

—¿Qué si estás bien? —mi hermano menor repite, con preocupación en su voz al ver que no respondo nada.

No encuentro la manera de responderle sin estallar en llanto. No quiero desahogarme con él, es tan solo un niño. No quiero darle cargas que no debe llevar ni preocupar lo con sentimientos que todavía no le corresponden.

—¿Así que tengo que envejecer para que te preocupes por mí? —digo con sarcasmo lo primero que me pasa por la cabeza en un intento por cambiar el tema. 

—¿Envejecer? ¿Por fin te volviste loca o qué? —contesta él mientras me mira con burla y un poco de preocupación.

La muerte de una persona empieza mucho antes de lo que creemos. Para algunos empieza en su adolescencia, cuando cobran conciencia del mundo y su inocencia termina, pero es necesario, ya que un adulto inocente no sobrevive a la vida.

—Sí, envejecer. ¿No ves que estoy viejita y arrugadita? —disimulé riendo. Ni yo sabía de dónde saqué la fuerza para decirlo en voz alta 

— ¿Cómo que vieja? me estas asustando, yo te veo como siempre. —La preocupación terminó de adueñarse de su rostro.

—No puede ser, mírame bien. Estoy vieja, fea, obsoleta. Ya no soy de utilidad para nadie, solo una carga más. Dentro de poco voy a morir. Yo lo sé, lo puedo sentir, lo veo en sus rostros. ¡No me mientas! —le dije, sacando por fin de mí todo lo que alguna vez pensé se iba a ir conmigo a la tumba.

—Yo te veo igual. Pensé que tal vez tenías sueño o algo así. Por eso te pregunté si estabas bien —respondió, sorprendido por todo lo que yo acababa de soltar.

Mi cabeza empezó a doler. Necesitaba un espejo, ya. Necesitaba mirarme. Es imposible. ¿Será que él es el único que no lo ve? Tal vez no puede ver más allá de su inocencia. Nada tenía sentido.

Corrí al baño y tuve que agarrar mi corazón antes de verme en el espejo. No quería ver en lo que me había transformado sin previo aviso, así que conté hasta tres antes de alzar la mirada. Uno, dos, tres…

Lo que vi en el espejo me dejó atónita. Era peor de lo que había imaginado.

Las lágrimas no dejaban de salir, y mi familia, del otro lado de la puerta, no dejaba de preguntar qué estaba pasando. Mi rostro… seguía igual.

No había el más mínimo cambio en él. Era el mismo de siempre. No había arrugas, ni canas, no tenía manchas en la piel, ni líneas de expresión. Era el mismo rostro con el que me fui a dormir la noche anterior.

¿Qué está pasando? ¿Será que mi cuerpo volvió a cambiar? ¿O es que nunca cambió? ¿Pero por qué me sigo sintiendo así?

Ahora lo comprendo: nunca envejecí, todo el tiempo fui yo, sigo siendo yo. El problema no es el tiempo. El problema no es envejecer.

Y entonces no supe qué era peor: ser joven, pero no poder decir lo mucho que me duele la vida, o ser vieja y tener derecho a sacar de mi pecho todo lo que siento, solo porque en cualquier momento me puedo morir.

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