Hubo una vez en nuestra colonia una epidemia de perros tristes. La visita a la veterinaria los dejaba así, idos, con la cola baja y los ojos caídos. No era la clásica actitud de regañados, estaban realmente afligidos y ya nunca regresaban a su normalidad.

Pronto se corrió el rumor, algo horrible sucedía dentro de aquella clínica de salud canina, uno de sus voluntarios se quitó la vida en el lugar y la noticia viajó por la colonia a máxima velocidad, me atrevería a decir que más allá de sus limites. Si de algo nos sentimos orgullosos, es por ser punto de encuentro de colonos circunvecinos y tener una epidemia de perros tristes, seguida de un suicidio en el mismo sitio en que los animales trastornaban, parecía ensombrecer ese sentimiento. Además de apuntar a una conexión entre ambos hechos.

Lo único bueno, si algo puede rescatarse después de un suicidio, fue que no hubo más perros tristes. Lo malo, que los animales ya infectos por la tristeza se quedaron así por el resto de sus perrunos días. Lo fatal, enterarnos de lo realmente acontecido. El suicida dejó en su última nota, a manera de comentario en la página web de la veterinaria, lo que para muchos era la explicación de lo sucedido:

Por un imperdonable descuido propio la anestesia empleada en las cirugías caninas

fue reemplazada por una sustancia paralizante. Soy un estúpido. No merezco vivir”

Concluimos entonces que, en todas las intervenciones quirúrgicas realizadas en ese lugar, los perros eran suministrados de una sustancia química que no los anestesiaba, únicamente impedía su movimiento. Atravesaban, desde el corte del bisturí hasta los puntos de sutura, en plena consciencia pero inmovilizados. La epidemia de perros tristes se debía exactamente a esa situación, pues después de padecer tal dolor ningún ser vivo vuelve con naturalidad a ser quien fue antes de ello, el sufrimiento era en realidad lo que infectaba a nuestras mascotas de cuatro patas.

De estas circunstancias nace el hecho del suicidio. El voluntario, al darse cuenta de todo el dolor que había causado su torpeza a los únicos seres que alegraban su vida, decidió acabar con la suya tomando un arsenal del mismo fármaco con que dormían a las mascotas enfermas buscando parar su padecer.

Conviene detenerse un momento a fin de encontrar la respuesta a una posible última pregunta, ya que no todos los perros tristes habían necesariamente entrado a cirugía en la clínica pues algunos fueron llevados a revisión, estética o por cualquier otro motivo que los hizo permanecer ahí unas horas ¿porqué todos y cada uno de ellos parecía muerto en vida? 

Cada quien encontró su respuesta y se la tragó individualmente. No se habló más al respecto en las calles ni en ningún otro sitio.

Después de todo nos quedaron los perros tristes, con los cachetes caídos y la mirada perdida. Varios dueños tomaron la decisión de dormirlos pues su perro al que conocían y amaban, en realidad ya no habitaba ese cuerpo peludo, eran seres sin alma y uno no se acostumbra a ver a su perro así, arrastrándose en la vida.

En la colonia parece que nada cambió pero nunca podremos ser los mismos después de aquello, algunos tienen un perro triste en casa, otros en un recuerdo, pero muchos más, llevamos un perro triste en el corazón.

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