Lo marchito
empezaba
a quemarme
las vísceras.
Llevo décadas
intentando escribir sin pesimismo
un poema.
Pero este no podía empezar
de otra manera
que centrándome en el dolor
que caló en mí
su ausencia.
Lo mustio
empezaba
a calcinarme
por dentro.
El humo de sus cenizas
rajaba mi piel.
Mi tallo se moría
mientras él
me desdeñaba.
Y no,
no soy una planta.
Solo soy un alma
que se riega a sí misma.
Pero mis lágrimas no podían
más.
Se marchita cuando la haces
esperar,
y cuando sin volverte,
te vas.
Sólo hubo una emoción
capaz de edulcorar
mis brácteas.
Y esa fue tu labia.
Tus versos.
La sensualidad
de tu mechero
por darme más
conversación.
El agua de
tu imprevista presencia
bañó mi incendio
y me calmó.
Tus palabras se derramaban
con elegancia
sobre mi desastre.
Y me humedeció.
Y respiré.
Y mis vísceras
revivieron.
Si no existieras,
tendría que inventarte.
Pero como ya respiras,
prefiero inmortalizar tu alma
escribiéndote
con delicadeza.
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