Las viejas aventuras eran tan solo un dulce recuerdo al que acudía cuando se sentía agobiado y necesitaba un estímulo para seguir adelante.
El recuerdo de aquella temible batalla contra los gigantes a quienes luego de vencidos por la fuerza de su brazo, el sabio Frestón, declarado enemigo suyo, tornó en molinos de viento para quitarle la gloria de sus vencimientos, lo enardecía y le hinchaba el pecho de orgullo.
Venía a su memoria la noche que pasó velando las armas en el castillo donde fue armado caballero y sus ojos se humedecían de caballeresco fervor.
Sonrióse con cierta vergüenza al pensar en la aventura de los seis mazos de batán y las mejillas se le sonrojaron de rojo rubor, que se acrecentó más, al recodar la aventura con la fogosa Maritornes.
La moza, según sus desvaríos del momento había devenido en infanta del alcaide del castillo donde pernoctaba y en la mente del hidalgo, se encontraba profundamente enamorada de su altiva persona, habiéndose prometido que aquella noche, a furto de sus padres había de yacer con él.
Puesta en marcha su resolución, que Maritormes en realidad tenía con el arriero con quien compartía cuarto Don Quijote, nuestro fiel caballero, al sentirla entrar en la estancia, la detuvo en el acto por no cometer alevosía a su señora, pero no dejaba de aflorar cierta culpa, que se traslucía en sus ojos al recordarse del enredo.
Mas, ya no quedaban más agravios por desfacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, abusos que mejorar ni deudas que satisfacer, pero el caballero de la triste figura que antaño se enfrentaba con gigantes y gavillas de bribones, lejos de hundirse en el solaz placer de la senectud, se lanzó sin dar lugar a dudas del valor de su fuerte brazo, hacia una última aventura.
Pero, ni las mil batallas libradas, ni las audaces y tormentosas acometidas contra molinos o piaras de cerdos, ni mucho menos su valeroso enfrentamiento con los seis mazos de batán lo habían preparado para tal menester.
Fiel a su naturaleza heroica, hizo de tripas corazón y enarboló su predisposición a cumplir con su deber, apelando a la orden de los caballeros andantes que profesaba desde que fuese ordenado, encarando esta nueva empresa con la misma entereza que había mostrado siempre.
Así emulando a sus admirados, Amadis de Gaula, Felixmarte de Hircania y Tirante el Blanco, cual Rodrigo Diaz de Vivar se enfrentó a su nueva aventura, solo.
Esta vez no tenía escudero que lo acompañase, le brindase consejo oportuno, o le amarrase las patas a su jamelgo para evitarle daño, pues no tenía ni a Rocinante ni a Sancho Panza, esta vez iba por sus propios medios a lo desconocido.
Guardando yelmo, lanza y escudo, olvidando sus libros de caballería, de los que su sobrina y ama de llaves habían dado cuenta hace tiempo, se dedicó a criar los hijos que tuvo con Aldonza Lorenzo, su musa del Toboso y al poco tiempo estaba chocheando con ellos de buen grado.
Aunque por ratos le acometía cierta duda razonable, pues no recordaba, cómo o por cual maravilloso encantamiento, se había convertido en padre, salvo el feliz momento en que su fiel Sancho le había dado la buena noticia.
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