La princesa que vino del mar

La princesa que vino del mar

Lou Santander

14/04/2022

UNO

Lady Binthelwyn Nymwoie era una guerrera. Su espada se llamaba “dulce muerte” o Riuadh en la lengua antigua y era roja y brillante como la faceta de un rubí. Su armadura de batalla era ligera, hecha de acero bermejo, magullada por los constantes combates. Lady Binthelwyn era una sombra roja, que regaba la tierra con la sangre de sus enemigos, sin piedad.

Nuin era un reino pequeño, pero próspero a orillas del Mar de los Volcanes y lady Binthelwyn era su princesa heredera, muy a su propio pesar. Mientras otras doncellas de noble cuna afilaban su lengua y su mente para gobernar sus castillos y servir a sus reyes, ella prefería afilar su espada y asolar ejércitos. No tenía tiempo para palabras delicadas y diplomacia. Ella moriría joven en batalla, con una espada en la mano, como los héroes en las historias de los bardos. Un día cantarían una canción sobre ella y sus proezas, al igual que cantaban sobre el Rey Peregrino o la Doncella de Plata.

Y ella estaba segura de que su canción retumbaría en todos los reinos del continente.

DOS

Nadie podía hacer festines más fabulosos que en la corte de Nuin. O al menos eso pensaba Binthelwyn mientras bebía vino de una copa de plata. El gran salón del castillo estaba hecho de piedra, madera y adobe, y un centenar de personas comía, bebía, cantaba y bailaba. Había olor a humo, carne asada y sudor. Bint estaba sentada en la mesa principal, a lado de sus padres, que discutían temas de guerra, como siempre. Unas horas antes los tres se habían puesto a hacer planes de batalla. Era necesario para defender las fronteras. Al norte el Imperio de la Dinastía Babäck, al sur el pequeño reino de Zänburäh y por mar los piratas de las Islas de Jade, eran suficiente amenaza.

“Conocí una doncella tan blanca como las nubes del cielo

Y tan bella como las flores del sauce…”

Cantaba un trovador en la vieja lengua, acomodado en un sillón lleno de cojines. No tenía la voz muy afinada y su arpa no parecía dar notas armoniosas pero el público estaba encantado con él. Era bueno ver soldados, vasallos y nobles reír y cantar al son de las canciones antiguas.

― ¡Lady Bint! ― le llamó Araminde, uno de los jóvenes generales de su padre, entrado ya en varias copas. ― ¿Sois también como una flor de sauce?

Los hombres que lo rodeaban rieron a carcajadas y luego guardaron silencio, expectantes. Sobrio Araminde jamás se hubiera atrevido a hablarle en voz alta delante de tanto público. Pero parecía que no aguantaba bien el vino.

Al trovador no le gustó la interrupción, pero permaneció tocando acordes en su arpa.

―Más como una flor de zänb’q, ―contestó Bint y los camaradas del general rieron más fuerte. Todo el mundo sabía que esa era una flor venenosa.

―Araminde es un excelente soldado, ―le murmuró su madre. La reina Zhuri todavía era muy hermosa a pesar de las arrugas. Tenía una cicatriz en forma de media luna en la cien y la cabellera rubia estaba arreglada en una simple trenza. Sobre su cabeza una corona de oro y rubíes brillaba. El rojo era de buena suerte para los nuines.

―Pero demasiado cauto, ―replicó Bint.

―La impaciencia no es buena virtud en batalla.

―Un poco de osadía no le vendría mal. Y si necesita tanto vino para hablarme, no solo en la batalla.

―Un día, cuando seas reina, deberás rodearte de buenos hombres. No descartes a Araminde tan rápido.

― ¿Hablas de consejeros o de un consorte? ―le preguntó Bint arqueando una ceja.

― ¿Por qué no ambos?

―Puedo ser como la reina Matilda y jamás casarme, tomar en cambio hombres y mujeres como amantes por igual.

―Me parece bien, pero necesitaras un heredero, ―añadió su madre, sin soltar el hueso.

―La reina Matilde adoptó al Rey Peregrino. Yo haré lo mismo, adoptare una niña pescadora que ame al pueblo.

―Ay, hija mía. Eres una adulta por fuera, pero por dentro eres aun una pequeña con demasiados cuentos en la cabeza.

―Bueno, madre. Es tu culpa, ―dijo Bint, sonriendo afectuosamente. ―De ti aprendí todos esos cuentos.

TRES

Khala era la sacerdotisa principal en el Templo de la Diosa. Tenía la misma edad de Bint, por lo que ambas habían sido de niñas compañeras de juego, hasta que el entrenamiento de una en las armas y de la otra en la religión separó sus caminos.

Y de hecho, ambas eran tan diferentes, que era extraño pensar que alguna vez habían sido amigas. Bint era morena, con ojos y cabello castaño oscuro, su rostro era delgado y anguloso, adusto y con cicatrices de la adolescencia. Ella era la viva imagen de su padre, el rey, y no había heredado ni la gracia ni la belleza de su madre. Khala tenía la piel dorada como el trigo, el cabello negro como la noche y los ojos azules como el mar. Su rostro era redondo, de expresión suave. Era incluso más bella que la reina y muchos decían que por sus venas corría la sangre de los Sithe siog, los espíritus de la tierra.

Bint era parca en palabras, impaciente con los contratiempos, testaruda con sus decisiones y vengativa con las ofensas, reales o imaginarias. Y al contrario, Khala era elocuente, tranquila, de dulce carácter y poco rencorosa. Bint prefería la espada y Khala la diplomacia. Eran como el sol y la luna.

Esa mañana Bint había ido al templo a pedido de Khala. Llevaba consigo a Riuadh, la espada ancestral de la Casa Nymwoie. Su hoja roja era legendaria y la forja de ese tipo de acero había sido olvidada hacía muchos siglos. Decían que era una espada mágica. Bint no creía en supersticiones, pero sabía que su espada no tenía igual en las manos adecuadas.

―Lady Binthelwyn, ―saludó Khala al verla. Ella estaba frente al altar de la Diosa, una estatua de una mujer de rostro bondadoso, que yacía sentada, meditando. La estatua de cuerpo amplio estaba bañada en oro, y nadie sabía de qué estaba hecha en su interior.

―B’an Khala, ―respondió Bint inclinando la cabeza. B’an significaba sacerdotisa en la antigua lengua.

― ¿Cómo se encuentran vuestros padres? ―preguntó Khala empezando a caminar hacia uno de los ventanales del templo. Bint la siguió.

―Ansiosos por la batalla de mañana, ―respondió ella.

―Aún son fuertes.

―Tienen salud.

―La Diosa los protege.

Ambas pararon frente a un amplio ventanal que daba a un acantilado. El ruido del mar y el olor a sal impregnaban el templo.

―Aunque me place venir a visitarte, ― añadió Bint, sin ser tan formal con la sacerdotisa―, es extraño que me pidas venir con tanta urgencia.

―Tuve un sueño.

―Oh, ―murmuró Bint. A diferencia de Khala, ella no era devota de la Diosa y creía muy poco en agüerías, pero no quería ofender a la sacerdotisa.

―Soñé con una niña. Ella estaba llorando, sentada sobre una tabla, a la deriva en el mar. El cielo estaba gris y avecinaba una tormenta. Luego soñé con un campo de batalla en llamas. Y después…

― ¿Qué tiene que ver esto conmigo? ―interrumpió Bint.

―Después la niña ya no era una niña, ―continuó la mujer sin detenerse en su compañera. ― Llevaba armadura, una corona y una espada. La espada era Riuadh. Ella cruzó el campo de fuego… y a su paso solo había muerte y desolación.

Khala hablaba sobre sus sueños, no como si fueran grandes presagios, sino como si se trataran de realidades simples, tanto que podía tratarse de nubes presagiando lluvia, como del canto de los grillos o los cambios de marea por la luna.

Bint meditó sobre el asunto. Un extraño escalofrío le recorrió la espalda.

― ¿Qué significa? ―preguntó al cabo de un rato.

―Si lo que vi es realmente el futuro, es un mal presagio. He orado mucho a la Diosa para que ilumine mi entendimiento, pero no he podido esclarecer el sueño.

―Riuadh ha sido forjada por los Arabmayriah y regalada al primer rey nuine. Ha estado en mi familia por generaciones. Tal vez la niña tendrá mi sangre. Tal vez tu sueño sea solo eso, un sueño.

―Tal vez. Pero he querido advertirte. El campo que ardía estaba cubierto de cardos, como Pöle. Las tribus de las fronteras del Imperio son despiadadas. Y todo el mundo sabe que el Emperador Dorado quiere conquistar el continente. Nuin no es más que un grano de arena frente al poder de ese monstruo.

Bint tomó una decisión.

―Que nadie se entere de esto, Khala. No quiero que los soldados lo sepan. Que entren a batalla mañana pensando que la voluntad divina nos favorece.

―No se lo he dicho a nadie, solo a vos, mi señora.

― ¿Fue tan aterrador el sueño que por eso sigues asustada?

Khala perdió la mirada en el mar, expectante, como buscando la sombra de lo que había soñado.

―Los ojos de la niña. Eran ojos sin alma, negros como el abismo mismo.

Etiquetas: fantasía romance

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